La alegría del pueblo y la mezquindad de los que se profesan sabios

Mundo · José Luis Restán
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28 abril 2011
Hombres y mujeres de toda raza y condición recorren ya las calles de la Ciudad Eterna. Llegan para hacer memoria de un hombre que les hizo entender y sentir que Cristo no era un recuerdo del pasado sino una presencia que actúa, que cambia la vida, que incide en la historia. Un día, hace ya seis años, tenían los ojos arrasados en lágrimas. Hoy vienen con una sonrisa en el rostro porque la Iglesia, tras minucioso escrutinio, ha reconocido que aquel hombre vivió la fe, la esperanza y la caridad en grado sumo, y a partir de ahora puede ser invocado con seguridad como intercesor de sus esperanzas más hondas. Karol Wojtyla fue para muchos un padre, en el sentido más propio de la palabra: les generó en la fe, les sostuvo en la tormenta, les ayudó a caminar.

Vienen pues alegres, y la alegría sencilla es un signo elocuente de la verdadera fe. Vienen  alegres también porque esta historia, la misma historia, continúa. La barca de la Iglesia surca los mares agitados de nuestro tiempo, ahora con otro timonel de nombre Benedicto, lúcido y manso, libre e indomable. Pero siempre es Pedro, el pescador, siempre es el hombre pobre y vulnerable que a través del dolor se ha convertido a Cristo para decir "sí, Señor, Tú sabes que te quiero". Y por eso la travesía es segura, porque el Resucitado le encargó confirmar a sus hermanos y le hizo saber que nunca abandonaría a su Iglesia.

Y la gente está contenta. Familias, jóvenes, ancianos, intelectuales y obreros. Contentos, sí, sintiéndose pueblo, sabiendo de la Iglesia de Roma que, como decía Newman, "ella pacifica siempre el corazón". Son ese pueblo en cuyo nombre osan hablar tantos que no tienen títulos, los que confunden y siembran cizaña, incluso a la puerta de la boda. Los que trasiegan con que si demasiado pronto o demasiado tarde, los que acusan por la derecha y por la izquierda; los portavoces de una ortodoxia fuera del cuerpo vivo de la Iglesia, y los que han buscado de todas formas la ruptura de la gran Tradición eclesial para hacer su revolución, marxista o burguesa. Los desencantados de ayer y de hoy, los resentidos, los que intentan manejar al pueblo cuando ellos son no-pueblo. Los que pretenden ser dominadores de nuestra la fe en lugar de colaboradores de nuestra alegría. 

Pero la gente no. La gente-gente, la buena gente sabe que, polémicas aparte (que envenenan el corazón), Pedro es el lugar de la última paz para todo fiel cristiano, más cuanto más vulnerable y sin poder se encuentre. Por eso están contentos, con Juan Pablo y con Benedicto. Y dan las gracias al Dios que no deja extraviarse a su Iglesia, a pesar de tanta mezquindad y torpeza de algunos que crecieron a su calor. Algunos que se propugnan sabios y líderes. Guías ciegos que diría el Evangelio. Pero el pueblo está contento, en Roma y en los cinco continentes que pisaron las sandalias del pescador de Cracovia, pronto en libro de oro de la Iglesia.

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