“Sexo y género se pueden distinguir, pero no separar”
¿Es adecuado hacer una distinción entre sexo y género?
Sí, es adecuado. En un primer momento, la Iglesia en general desconfió de la introducción del término género. Esto se dio en un contexto concreto, sobre todo a raíz de su introducción en la IV Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre la mujer, en Pekín 1995. Durante un tiempo, se identificó el término género con algunas versiones reductivas, y de ahí la reacción defensiva. Poco a poco se ha ido comprendiendo que el género no es una cuestión monolítica, y que hay muchas teorías de relación entre sexo y género, más o menos compatibles con la concepción antropológica cristiana. La Amoris Laetitia n. 56 afirma que sexo y género se pueden distinguir, pero no separar. El documento “Varón y mujer” de la Congregación para la Educación Católica (junio 2018) reconoce también que los estudios de género son útiles para el análisis cultural. Así que creo que la Iglesia ya reconoce la validez del término “género”, y lo diferencia de las versiones más o menos ideológicas.
¿Esta distinción diluye la diferencia sexual?
No. Creo que más bien hace ver su complejidad y riqueza. La diferencia sexual no es sólo una cuestión biológica, porque nada humano es sólo biológico. En la formación de la identidad sexual entran en juego una serie de elementos: cuerpo, psique, cultura, libertad, que la persona tiene que integrar de modo único, a lo largo de su historia. Todos son igualmente necesarios. No todo es “dado”, determinado biológicamente. En ese sentido, podríamos decir que la diferencia sexual es dada y a la vez construida, natural y cultural. En otras palabras: yo nazco mujer, y al mismo tiempo me hago mujer. Esto no quita densidad a la diferencia sexual, sino que revela su dimensión verdaderamente humana, donde la libertad juega un papel fundamental para que cada dimensión llegue a plenitud. El concepto de género ayuda a entrar en esta complejidad. Ayuda a ver que la diferencia sexual no se identifica con un modelo estático de relación entre hombres y mujeres, y que no tiene nada que ver con una distinción rígida o absoluta de características, roles y funciones propias de uno u otro sexo.
En un editorial de este periódico se afirmaba que “cualquiera que esté en contacto con el mundo adolescente sabe que ha crecido exponencialmente la inclinación hacia la transexualidad. Sin duda hay una cierta moda, hay influencias que surten efecto. Pero probablemente estamos ante el signo más rotundo de que recibirse a uno mismo como un don, como un dato, ha dejado de ser habitual, ha dejado de percibirse como un bien”. ¿Estamos ante una crisis de la imagen y de la identidad sexual en nuestros jóvenes? ¿Qué le sugiere lo que se afirma en el editorial?
Creo que efectivamente los jóvenes hoy son mucho más abiertos a la transexualidad. Creo que esto puede denotar dificultad para abrazar la propia identidad por un lado, pero también una grandísima solidaridad hacia lo diferente, y un rechazo visceral de todo lo que se impone desde fuera. Considero que estos dos últimos rasgos son un punto fuerte de la generación de jóvenes de hoy, que es preciso valorar y de los que podemos aprender. Sólo a partir del reconocimiento de la verdad y valores del otro podemos emprender un camino juntos para descubrir cómo crecer en libertad, que es inseparable de abrazar la propia verdad. Hoy los jóvenes tienen miedo a las identidades y compromisos estables, y esto muchas veces denota fragilidad y miedo. La crisis de la masculinidad y de la feminidad que vivimos no les ayuda a afirmarse, sino lo contrario. Creo que tenemos que encontrarlos allí donde están: con sus valores, su belleza y sus heridas.