La primera obligación

Editorial · Fernando de Haro
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21 marzo 2021
Hace ahora un año moría José Jiménez Lozano. Uno de los mejores escritores de la España de finales del siglo XX y de comienzos del XXI. Provocador ensayista, profundo y fascinante en sus obras de ficción, delicadísimo poeta.

Hace ahora un año moría José Jiménez Lozano. Uno de los mejores escritores de la España de finales del siglo XX y de comienzos del XXI. Provocador ensayista, profundo y fascinante en sus obras de ficción, delicadísimo poeta. Tan rico en el manejo de un castellano en el que tiene eco la lengua popular y los grandes clásicos como ignorado por la intelligentsia cultural. Sus pecados para no ser adecuadamente reconocido eran dos: ser católico y haber vivido su vida adulta en un pueblo de Castilla, Alcazarén, lejos de los despachos del poder.

Poco antes de que se cumpliera un año de su desaparición, todavía no suficientemente llorada, se ha reeditado Meditación sobre la libertad religiosa (Ediciones Encuentro). Es un pequeño estudio concebido al hilo de la aprobación del documento del Concilio Vaticano II sobre la Declaración de la Libertad Religiosa, Dignitatis Humanae. En sus páginas detalla cómo el catolicismo español construyó una teología política en la Edad Moderna. Podría pensarse que sus reflexiones, 55 años después y muy circunscritas al mundo español, no tienen ya interés. Pero en esas páginas aparece retratado y juzgado un problema universal que sigue teniendo una gran actualidad. La secularización no le ha restado vigencia.

Jiménez Lozano escribe el texto en la España franquista, cuando faltan diez años para que la dictadura se acabe. El catolicismo parecía en ese momento gozar de un buen estado de salud, como en los años 50 en Italia o en Francia. Pero él ya entonces sabe ver que “las últimas cristiandades van a desaparecer, más pronto o más tarde, de modo que, sin renunciar a sus beneficios, no podemos dormirnos en la confianza de que la cristiandad, el catolicismo institucionalizado, aquí o allá, va a conservar o facilitar la fe de las masas”. Era la misma denuncia que hacía algunos años antes Mounier en Francia cuando decía que “en muchas naciones de Occidente han llegado a preguntarse si el cristianismo, que todavía parece potente, no sea otra cosa que una ilusión colectiva (…) hay signos furtivos de que la más grande de las tempestades quizá sumerja los edificios de la cristiandad”.

Jiménez Lozano señala que frente al cristianismo viejo, el “catolicismo biológico, “la primera obligación cristiana seguirá siendo formar personalidades cristianas. Durante el período contrarreformista (el período posterior a la contrarreforma) lo hemos olvidado y hemos visto cuán caro nos ha costado”. Casi todo se ha dado por su puesto, el catolicismo se ha convertido en un hecho sociológico, de casta: “la simple exhibición del nombre católico (…) sirve para tranquilizar la conciencia y erigirse por encima de los demás”. Eso viene acompañado de opciones políticas muy precisas. Y así “del invento específicamente cristiano de diferenciar Iglesia y Estado”, “se cae en la tentación de la teocracia y el cesarismo”, con mayor virulencia a comienzos del siglo XVI, “en la España de los Reyes Católicos y luego de los Austrias y de los Borbones” que en la Edad Media. Después de un siglo XVIII en “desesperada lucha contra las ideas modernas de la Revolución francesa y del enciclopedismo”, se llega al “singular destino más bien trágico del siglo XIX”. Un tiempo “en el que para ser cristiano había que renunciar a la libertad y al mundo moderno y en el que el mundo moderno rechazaba la Iglesia y a la fe de Cristo como sus mayores enemigas”.

En este contexto la fe aparece “como algo estático y no vital, decidido de una vez para siempre, incluso en su formulación, sobre la que no cabe volver”. Jiménez Lozano se pregunta si la modernidad podría haber sido de otro modo si no hubiera habido una unión entre trono y altar. “¿Hubiera habido de otra manera un mundo moderno nacido al margen y contra la Iglesia?”. Pero el autor no se detiene en el pasado, se centra en el presente: “no es posible saberlo y la discusión no tiene sentido, lo seguro es que no hubiéramos confiado tanto en nuestros éxitos políticos”.

El objetivo, según el escritor castellano, no es la batalla por las instituciones sino por las personas, por la educación de un yo cristiano. Su llamada a superar la “mentalidad de cristiandad”, cuando las cristiandades han desaparecido, no puede considerarse inútil porque hay todavía una mentalidad a la defensiva que pervive. “Nuestro problema es que somos cristiandad en una época en la que todas las cristiandades han muerto y hasta quizás es providencial que hayan muerto”, señala. Y añade: “el ser cristiandad es nuestro orgullo (…) por eso también nuestra psicología católica sigue siendo de perpetua defensa”.

Jiménez Lozano postuló una “joven Iglesia” que “había de nacer de la cruz de nuestros dolores y esperanzas. Pero relumbrante y gozosa como los almendros” que florecían bajo su ventana. Murió el escritor a comienzos de marzo, cuando los almendros estallaban de flores blancas.

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