Editorial

Recibirse con estima

Editorial · Fernando de Haro
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8 febrero 2021
Vuelve el debate. En realidad siempre ha existido tensión entre los dos socios del Gobierno español. Solo circunstancias excepcionales pueden mantener unida a la socialdemocracia (PSOE) y a una formación de nueva izquierda (Podemos). Vuelve el debate.

Vuelve el debate. En realidad siempre ha existido tensión entre los dos socios del Gobierno español. Solo circunstancias excepcionales pueden mantener unida a la socialdemocracia (PSOE) y a una formación de nueva izquierda (Podemos). Vuelve el debate. Esta vez no es por la reforma del sistema de pensiones o por la regulación del alquiler. Hubo un acuerdo sin fisuras para aprobar el derecho a la autodeterminación de la muerte: la ley de la eutanasia salió con un amplio apoyo en el Congreso. No está sucediendo lo mismo con el desarrollo del penúltimo de los nuevos derechos: el derecho a la autodeterminación de género. Y el debate tiene interés, mucho interés porque se refiere a la gran cuestión de este arranque de siglo: la identidad personal, el yo.

Los datos son conocidos. El ministerio de Igualdad, en manos de Podemos, ha presentado un “proyecto de ley trans”. Estaba en el programa de Gobierno. Pero los socialistas critican que en el proyecto de Podemos la sola voluntad de una persona, a partir de los 16 años, permita elegir el género. Sin el consentimiento de los padres y sin ningún tipo de informe médico, a partir de esa edad, para los que lo soliciten, se pondrían en marcha los llamados “inhibidores hormonales” que bloquean el desarrollo completo de los rasgos femeninos y masculinos. La vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, se ha opuesto porque considera un error que el deseo genere un derecho.

¿Reconocen ahora los promotores de los nuevos derechos un límite? La postura de los socialistas está determinada por los grupos de feministas más clásicos. Estos grupos señalan que no se pretende regular la autodeterminación de género sino la autodeterminación del sexo. El género, explican, es una cuestión histórica, cultural. Es, por ejemplo, el papel sumiso que se le atribuye a las féminas en muchas sociedades. El sexo es otra cosa, el sexo es un dato objetivo: se nace mujer u hombre. Las feministas argumentan que reconocer la autodeterminación sexual, en nombre de los derechos de las personas transexuales, supone negar el sexo como realidad objetiva y como categoría jurídica. Y eso va en contra de la igualdad de las mujeres. Las mujeres, con una regulación como la presentada por Podemos, desaparecerían. El problema se agrava con los menores. Si saliera adelante la ley, en el colegio se les diría que cuando tienen comportamientos no acordes con su sexo (jugar al balón, por ejemplo) pueden ser transexuales. Lo que estaría acompañado de facilidades en el sistema sanitario para hacer el cambio antes de que tuvieran una mínima estabilidad.

Las feministas clásicas, quizás las últimas ilustradas de Occidente, se disponen a librar la última batalla en favor de la mujer. Lo hacen afirmando identidades biológicas objetivas. Sí, aseguran, la autodeterminación debe tener el límite de la realidad y de los derechos de terceros: los que aceptan la determinación sexual con la que vinieron al mundo. Su posición es débil. Parten de un presupuesto, de una evidencia no fundamentada, que ya ha dejado de serlo para muchos. La evidencia de que el dato biológico antecede al deseo, a la voluntad. La claridad de que el yo, la identidad sexual o personal, no surge de la decisión de ser. Falta evidencia, claridad y experiencia de que decir yo sea tomar conciencia de estar recibiéndose a uno mismo, como un hombre o una mujer, con unos determinados rasgos biológicos, sexuales, temperamentales o de carácter, con un anhelo de felicidad y de plenitud insaciable. Sin esta experiencia de que el propio yo está siendo dado y recibido, nadie quiere ser él mismo. Sin esa conciencia, el objetivismo de la identidad de las feministas o de los que quieren preservar el último bastión antropológico, está condenado al fracaso.

Cualquiera que esté en contacto con el mundo adolescente sabe que ha crecido exponencialmente la inclinación hacia la transexualidad. Sin duda hay una cierta moda, hay influencias que surten efecto. Pero probablemente estamos ante el signo más rotundo de que recibirse a uno mismo como un don, como un dato, ha dejado de ser habitual, ha dejado de percibirse como un bien. No es suficiente afirmar la objetividad de la biología para que los chicos que se abren a la vida dejen de tener problemas de identidad. Hace falta volver a concebirlos, volver a engendrarlos para que no les arrastre la rabia por no poder pronunciar la palabra yo con un mínimo de ternura. Para que esa rabia no les lleve a soñar con otras identidades, otros cuerpos, o lo que es peor, les lleva a hacerse daño. Volver a engendrarlos de nuevo es hacerles experimentar que ese yo que no entienden no es un enemigo, es enseñarles a recibirse a sí mismos con la estima infinita que les hace estar vivos instante tras instante. Eso lo saben hacer los adultos que se reciben a sí mismos con esa estima.

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