Construir, frente al desierto que avanza

Cultura · José Luis Restán
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7 julio 2009
El hombre no es fruto de la casualidad, clamaba Benedicto XVI en la homilía del inicio de su pontificado. Por el contrario, ha nacido del amor de Dios, que le ha puesto en el mundo para que viva la amistad con sus hermanos, para que, con su razón y su libertad sostenidas e iluminadas por la relación con Él, construya una ciudad, un orden justo y bueno que proteja la dignidad de cada persona. De esta certeza verificada generación tras generación en cada comunidad cristiana ha nacido la encíclica Cáritas in veritate.    

Si el contenido del desarrollo es el bien integral de la familia humana, éste no podrá ser el fruto de la mera aplicación de una técnica, de una política o de un sistema económico bien engrasado. El desarrollo, dice el Papa, es una vocación. Reclama la implicación de la razón y de la libertad del hombre concreto, y el protagonismo de los sujetos sociales libremente conformados: familias, comunidades religiosas, asociaciones sindicales, empresas. Demanda también, claro está, instituciones políticas que respeten el principio de subsidiariedad, que protejan los derechos humanos y ofrezcan seguridad jurídica al entramado de relaciones económicas de una sociedad.

Benedicto XVI proclama la necesidad de una nueva síntesis humanista, de un nuevo pensamiento que supere los corsés ideológicos, que se abra al misterio insondable del hombre que siempre aspira al Infinito. Vivimos una crisis de pensamiento, pero más aún, una crisis de la experiencia elemental de lo humano. Hay que reconstruir desde esa experiencia, partiendo de la realidad preciosa y amenazada de las familias, fomentando una cultura de la vida y una eficaz libertad religiosa, que permitan fraguar en el ámbito público un nuevo protagonismo social, al que deben servir los instrumentos de la técnica y de la política, nunca al contrario.       

La Iglesia no ofrece soluciones técnicas, sólo posee la riqueza de la fe que ensancha la razón, el dinamismo de la caridad que impulsa a servir a los otros porque son amados de Dios, porque su vida es preciosa sea cual sea la circunstancia que atraviesen. El Papa no despliega un pensamiento abstracto, sino la mirada sobre los problemas del mundo que nace de la escucha del Evangelio y de la práctica de una caridad que construye. Caridad en la verdad: porque el desarrollo es una quimera si no existe una verdad del hombre que pueda ser reconocida y compartida, y si no existe un ímpetu de amor que nos lleva a preocuparnos del destino del otro. Ésta es la visión del desarrollo como vocación, verdadero corazón de la encíclica. 

Benedicto XVI recoge la afirmación señera de Pablo VI, que el Evangelio es un elemento fundamental del desarrollo Allí donde el Evangelio ha arraigado y dado frutos, la vida se ha hecho más íntegramente humana, más libre y compartida, más capaz de afrontar las dificultades de cada día. Hay una melodía constante que atraviesa todo el documento: que ni la técnica, ni la política, ni las instituciones son suficientes para garantizar el desarrollo. Éste será siempre una obra de hombres y mujeres que libremente se ponen juntos en camino y asumen el protagonismo de construir una ciudad a la medida del hombre, cuya vocación es el Infinito. La técnica juega en esta aventura un papel liberador si es gobernada por una mirada auténticamente humana. Pero el texto denuncia con fuerza los mitos de la omnipotencia de la técnica y de las utopías ideológicas, que como ya explicaba la Spe salvi, han violado brutalmente la dignidad humana con vistas a un paraíso en la tierra. El desarrollo sólo se mide adecuadamente por el respeto a la verdad integral del hombre.

Por eso el Papa considera elementos centrales de este proceso la cultura de la vida, la defensa de la familia y la libertad religiosa. Tres pilares que con frecuencia son ignorados o incluso cercenados en los planes de desarrollo de los Estados y las agencias internacionales. Pero sin apertura a la vida, sin familias que transmitan la experiencia, sin una religiosidad que se juega libremente en el espacio público, el desarrollo sólo será un esquema vacío. La política tiene que jugar su papel apoyando a las realidades humanas que trabajan sobre el terreno: es el canto renovado y vibrante de la encíclica al valor de la subsidiariedad, es decir, a la libertad y el protagonismo de los sujetos sociales.

Benedicto XVI habla de la globalización como una oportunidad que debe ser gobernada y orientada hacia el bien de la entera familia humana. No es una fuerza ciega ni para el bien ni para el mal, sino que requiere una implicación inteligente y amorosa que descarta tanto los rechazos ideológicos como las ilusiones mecanicistas. Es originalísima su reflexión sobre el mercado, que permite el encuentro entre las personas con sus necesidades y deseos, pero que requiere formas internas de solidaridad y de confianza mutua para cumplir su función. El mercado ha de sacar fuerzas morales de otras instancias, es por tanto una realidad imbricada en el tejido de las relaciones sociales, de las que en buena medida depende. No puede ser en ningún caso demonizado, como tampoco se puede depositar en él una esperanza que está mucho más allá de sus posibilidades. La vida económica, sostiene el Papa, tiene necesidad de la lógica del mercado pero necesita además leyes justas y formas de redistribución guiadas por la política, y también debe abrir espacio a obras caracterizadas por la lógica de la gratuidad y del don.

Sin recelo alguno hacia la dinámica mercantil, Benedicto XVI anima la experiencia de empresas que no se guían exclusivamente por el beneficio sino que contemplan también otros objetivos sociales. Se trata de superar la exclusividad del binomio Estado-mercado, dando espacio a formas de actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y comunión. En todo caso, la encíclica sostiene que la actividad económica no tiene por qué ser una selva, sino un espacio apropiado para la experiencia de la solidaridad, de la amistad y de la confianza. Más aún, sin esa experiencia la propia economía se vuelve a la larga ineficiente.                

En pleno vendaval del 68 Pablo VI tuvo el coraje de proponer el Evangelio como el recurso fundamental para responder al clamor de los pobres; tras la caída del Muro de Berlín, Juan Pablo II recordó que era necesaria una nueva cultura de la vida para que la democracia y el progreso no perdieran su alma y su rumbo; ahora Benedicto XVI proclama la necesidad de una nueva alianza de la fe y de la razón para salvar a la humanidad del desierto del nihilismo. Sólo un humanismo abierto a Dios será capaz de movilizar las energías de la razón y de la libertad, de generar comunidades vivas capaces de construir y de educar, que estarán en condiciones de aprovechar el potencial de la técnica y de crear reglas e instituciones al servicio de un auténtico desarrollo. El humanismo que excluye a Dios seca las fuentes de lo humano y aboca al fracaso de los empeños por establecer el desarrollo. Éste sólo puede ser sostenido por la conciencia de quién es el hombre y por la conmoción profunda que su dignidad suscita.

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