Editorial

No estamos condenados a la guerra de libertades

Editorial · Fernando de Haro
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7 septiembre 2020
Vuelve la guerra de las caricaturas. Y con la guerra se hace evidente, otra vez, que la visibilidad del islam en la vida social y pública europea ha cambiado el espacio público: replantea problemas nuevos u olvidados. Vuelve también al primer plano el conflicto, aparentemente irresoluble, entre libertad de expresión y libertad religiosa.

Vuelve la guerra de las caricaturas. Y con la guerra se hace evidente, otra vez, que la visibilidad del islam en la vida social y pública europea ha cambiado el espacio público: replantea problemas nuevos u olvidados. Vuelve también al primer plano el conflicto, aparentemente irresoluble, entre libertad de expresión y libertad religiosa.

Septiembre ha traído en París el inicio del juicio por los atentados contra la revista Charlie Hebdo y el supermercado kosher de enero de 2015, ataques que acabaron con la vida de once personas. El semanario ha vuelto a imprimir las caricaturas de Mahoma porque quiere “reivindicar el espíritu con el que fueron publicadas”, la defensa de la libertad de expresión. La Universidad de Al Azhar, desde Egipto, referencia del mundo sunní, ha considerado el gesto un “acto criminal” porque incita al odio. No estamos hablando de una institución ni mucho menos radical, recordemos que fue la promotora, junto con los Emiratos Árabes Unidos, de la Declaración de la Fraternidad Humana, documento que de momento supone el mayor avance en el diálogo entre el mundo musulmán y el cristianismo.

¿La tensión entre libertad de expresión y la libertad religiosa no tiene solución? Desde luego es uno de los puntos calientes de la globalización, según el Informe de 2019 de Ahmed Shaheed, el Relator Especial sobre la libertad religiosa, dependiente del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. El Relator sostiene que, en un mundo cada vez más interconectado, donde se registra un intercambio rápido de información, se está produciendo una restricción de la libertad de expresión mediante leyes contra la blasfemia y la apostasía. Esas limitaciones se justifican para frenar el odio. Según algunas estimaciones, casi la mitad de los países del mundo cuenta con leyes antiblasfemia.

Tras los atentados del 11-S, la Organización para la Cooperación Islámica (OIC) intentó que se introdujeran en la normativa de la ONU medidas contra la difamación religiosa. Lo hizo invocando la necesaria protección a la comunidad musulmana que estaba sufriendo daño en su buen nombre por los ataques yihadistas. Parecía buscarse una victoria de la libertad de religión sobre la libertad de expresión. Pero en 2009 la cuestión fue resuelta con una resolución del Consejo de Derechos Humanos, promovida por Estados Unidos y Egipto. El texto aclaraba que solo se protege de la difamación a las personas, no a las religiones. La libertad de expresión, tal y como está definida en el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas, debe estar por encima. El derecho internacional también se ha pronunciado a favor de que prevalezca la libertad de expresión sobre las leyes que quieren prohibir y penar la blasfemia. Así lo sostiene el Comité de Derechos Humanos. En el Plan de Acción de Rabat de 2013, Naciones Unidas postula que se suprima toda la legislación contra la blasfemia. Desde luego los ejemplos de cómo se utilizan estas normas en Pakistán y en Myanmar reflejan que a menudo se convierten en instrumentos de represión de minorías. En Pakistán de la minoría cristiana, por parte de la mayoría musulmana, y en Myanmar de la minoría musulmana por parte de la mayoría budista

¿Victoria absoluta de la libertad de expresión sobre la libertad religiosa? No. Hay un supuesto en el que prevalece la libertad religiosa: cuando hay “apología del odio religioso”, cuando el discurso que se hace puede causar violencia o desorden público. Interesante límite para juzgar, por ejemplo, ciertos mensajes en redes sociales.

¿Es todo lo que puede hacer el derecho en uno de los conflictos que marca nuestra época? ¿Hay que conformarse con establecer unos límites claros (como si eso fuera posible)? Un reciente estudio de la Universidad Complutense titulado `Leyes de Blasfemia en el Derecho Internacional`, siguiendo al Relator Especial, apunta una salida interesante. Señala que “en la práctica la restricción de la libertad de expresión afecta negativamente a la libertad religiosa porque sin libertad de expresión no se dan las condiciones necesarias para que la libertad religiosa prospere”. Dicho de otro modo, las dos libertades no tienen por qué estar enfrentadas, de hecho son condición la una de la otra. Sin libertad no hay religión. Postulado que un occidental de tradición cristiana o liberal seguramente aceptará sin problema y que supone un reto para el mundo musulmán europeo. Pero el postulado está incompleto sin una segunda afirmación: sin libertad religiosa, religiosidad, no hay libertad de expresión. Más fácilmente admisible este para un musulmán europeo que para un liberal europeo. Fuera del mundo del derecho es fácil comprender para un hombre religioso, en el amplio sentido del término (alguien simplemente ligado a sus vecinos) que la libertad no es un lanzallamas sino una herramienta de construcción. Y que se construye poco difamando o blasfemando.

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