Meditación de Pablo VI ante la muerte. El don de comprender el secreto de la vida
“Finis venit, venit finis. Es el fin… viene el fin”. La lapidaria sentencia del profeta Ezequiel (7,2) marca el tono con que arranca la Meditación de Pablo VI ante la muerte. Se trata de una suerte de testamento espiritual recogido en pocas páginas. El santo pontífice lo redactó muy probablemente en los primeros meses de 1966.
Hacía poco que había concluido el Concilio Vaticano II. La fuerza transformadora del impacto de la crisis de aquellos años cruciales aún no había manifestado los dolorosos resultados que se verían poco después y el vicario de Cristo, a punto de cumplir setenta años, conservaba toda la vivacidad de una inteligencia aguda, unida a una fina sensibilidad pastoral en su largo servicio a la Iglesia. No asomaban amenazas de salud que hicieran presagiar el riesgo de una interrupción próxima de su aventura en el escenario del mundo. Pero el realismo obligaba a reconocer que nada está garantizado para siempre en la vida, ni siquiera las metas más altas y entusiasmantes. El trasfondo de la fragilidad, la volubilidad de las circunstancias, el riesgo de precipitarse en el vacío y en el dolor se perfilan entre los pliegues de cada momento en el camino de la existencia. Ni siquiera un Papa está exento, es algo que todos compartimos.
Pablo VI, en su intensa meditación personal entre los apuntes de sus memorias autobiográficas, se deja interpelar severamente. El contragolpe de su humilde sentido de finitud le obliga a medirse con la vida que pasa. Se convierte en fuente de juicio sobre su camino, sobre las perspectivas más auténticas a las que se abre. En esta línea, su “meditación ante la muerte” es todo lo contrario de una sombría obsesión dominada por las incógnitas de un remoto más allá. Reflexionar sobre el último límite abre la conciencia de par en par hacia una luz más pura y penetrante en el misterio de la existencia en su conjunto. No solo se refiere al fin, o al modo de prepararse para su venida, más tarde o más temprano. Es una meditación que implica al yo como tal, inmerso en el flujo que nos arrastra por el paso del tiempo. Tiene que ver con el compromiso concreto de la vida, en su totalidad, partiendo del presente, del “ahora”, dentro de la profundidad del instante. En este sentido, resulta perfectamente legítimo el subtítulo elegido para la publicación de esta meditación de Pablo VI en una reciente reedición a cargo de Claudio Stercal, ‘Sobre el sentido de la vida’.
“Se impone esta consideración obvia sobre la caducidad de la vida temporal y sobre el acercamiento inevitable y cada vez más próximo de su fin. No es sabia la ceguera ante este destino indefectible, ante la desastrosa ruina que comporta, ante la misteriosa metamorfosis que está por realizarse en mi ser, ante lo que se avecina”.
La áspera y desconcertante seriedad de un discurso que va inmediatamente a lo esencial podría parecer, juzgada según los cánones de la mentalidad dominante actual, una simple reliquia con formas arcaicas de declinar las pretensiones de lo sagrado en relación con las expectativas del sujeto humano. Los signos de su anclaje en una florida tradición son vistosos, en efecto. Pasando por una cadena de citas de los textos del Viejo y del Nuevo Testamento, de Agustín a los Padres de la Iglesia, con ciertos frutos especialmente fiables de la literatura de la piedad surgida a lo largo de los siglos, especialmente la ‘Preparación para la muerte’ del gran san Alfonso María de Ligorio.
Pero la recuperación de fuentes autorizadas se ve traspasada por la estricta adhesión existencial a los movimientos del corazón que se confiesa, traduciendo en palabras el contenido de su disposición ante la presencia de Dios que le interpela, que sugiere, advierte y atrae hacia sí. Vuelve a salir a la luz el nexo ineludible con la vida que late en las venas de quien se expone en primera persona como autor. Tras la arquitectura literaria de un lucidísimo examen de conciencia, en el límite extremo de la vida que declina hasta traspasar la muerte física, no hay nada retórico, y eso es algo que, tal vez precisamente por las circunstancias excepcionales del contagio epidémico en que estamos inmersos, pueda ayudarnos a resurgir con toda evidencia objetiva y dramática. Contra toda ilusión soberbia de perspectivas sesgadas, si no se conforma a pliegues más cómodos de beneficio inmediato, la razón no podrá aceptar que el final del túnel de la existencia solo sea el anticipo de una disolución total.
La clave de esta meditación ante la muerte es evidentemente de signo opuesto. Superando cualquier cerrazón miope sin salida hacia el infinito, podrá superarse también el bloqueo del doloroso resultado de una vida que se repliega amargamente sobre sí misma. El chantaje del pesimismo se ve rescatado cuando asoma con fuerza el sentido vivo del reconocimiento, “más aún de gratitud”. El acento se desplaza inmediatamente hacia lo positivo. La vida solo se puede comprender hasta el fondo mirándola en su ser abrazada por el Amor que la ha generado y la conduce, bajo la corona de un señorío claramente sobrehumano que, con la fuerza de lo alto, crea el contexto prodigiosamente admirable del mundo que nos acoge, el marco de la historia en que cada hombre es una pequeña parte. Y a la gratitud se une una predisposición inexorable al arrepentimiento: por toda la distancia interpuesta al vínculo con el misterio que nos llama a existir y se hace cercano, por todas las traiciones y los errores cometidos. Pero rebajarse a la miseria de los propios límites no puede ser la última palabra. En la contabilidad de presupuestos siempre con pérdidas (“aquí aflora a la memoria la pobre historia de mi vida…”) salta el grito invencible de la necesidad que nos relanza hacia adelante, a ese ardor confiado que invoca la “dulcísima misericordia” del Único que posee una “infinita capacidad de salvar”.
Es la conversión de la mirada, con una inclinación de la conciencia que se liga a la fuerza sanadora de una Presencia reconocida, cercana y familiar, objeto de un amor que funde en unidad y crea comunión. Este es el único movimiento capaz de generar el arranque la libertad que pronuncia su sí. Se hace entonces deseable, en primer lugar para uno mismo, el único y definitivo “acto de buena voluntad: no mirar más hacia atrás, sino cumplir con gusto, sencillamente, humildemente, con fortaleza, como voluntad tuya, el deber que deriva de las circunstancias en que me encuentro”. Se trata por tanto de “hacer pronto. Hacer todo. Hacer bien. Hacer gozosamente lo que ahora Tú quieres de mí, aun cuando supere inmensamente mis fuerzas y me exija la vida. Finalmente, en esta última hora”.
La Presencia divina que llama a responder adhiriéndose con toda la propia voluntad su buen designio para nosotros, dentro del perímetro definitivo de la vocación a la que se ve entregada y la tarea que de ello deriva, remite a la realidad de Cristo que se encarna y se deja encontrar. Pero el encuentro se apoya sobre una “elección”. Es la iniciativa de Otro, nace del contacto entre la propia “pequeñez” y la grandeza de “tu libertad misericordiosa y potente”. Alcanzados por la imponencia del amor que nos atrae hacia el horizonte de su gratuidad, nos vemos llevados al consentimiento más racional que existe. “Yo creo, yo espero, yo amo, en tu nombre, Señor”. El amor correspondido fluye en el despertar de una disponibilidad indómita al don generoso de uno mismo. Se convierte en ofrenda de caridad en un servicio consumado como gratitud:
“Y heme aquí a tu servicio, heme aquí en tu amor. Heme aquí en un estado de sublimación que (…) para reaccionar en la más ilimitada confianza con la respuesta que debo: amén; fiat; Tu scis quia amo Te. Sobreviene un estado de tensión y fija mi voluntad de servicio por amor en un acto permanente de absoluta fidelidad: in finem dilexit”.
Todo ello, a imitación exacta del modelo supremo de Cristo, en el que no se puede hacer otra cosa que identificarse en una suerte de ósmosis sin reservas ni barreras. “Recojo las últimas fuerzas y no me aparto del don total cumplido, pensando en tu ‘consumatum est’”.