Un crucifijo bañado por las lágrimas del cielo
El protagonista de la oración que la noche del viernes 27 de marzo –un anticipo del Viernes Santo– celebró el papa Francisco en una plaza de San Pedro vacía y sumergida en un silencio irreal, fue él. El crucifijo, con la lluvia regando su cuerpo, como añadiendo a la sangre pintada en la madera esa agua que el Evangelio nos cuenta que manó de la herida causada por la lanza.
Ese Cristo crucificado que sobrevivió a las llamas, que los romanos sacaban en procesión contra la peste, ese Cristo crucificado que san Juan Pablo II abrazó durante la liturgia penitencial del Jubileo del año 2000, fue el protagonista silencioso e inerme en el centro de un espacio vacío. Hasta María, Salus populi Romani, encapsulada de tal manera que la lluvia oscureció su imagen, parecía querer ceder el paso, casi desaparecer humildemente, frente a Él, elevado a la cruz para la salvación del mundo.
El Papa parecía minúsculo, curvado, cansado y en soledad mientras subía los escalones del atrio, haciendo suyos los dolores del mundo para ofrecerlos a los pies de la cruz. “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”. La angustiosa crisis que estamos viviendo con la pandemia “desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades” y “ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: despierta, Señor”.
La sirena de una ambulancia, una de las muchas que en estas horas atraviesan nuestros barrios para socorrer a nuevos contagiados, acompañó a las campanas en el momento de la bendición eucarística Urbi et Orbi, cuando el Papa, solo, volvió a asomarse a una plaza desierta y fustigada por la lluvia para hacer la señal de la cruz con la custodia. El protagonista volvía a ser Él, ese Jesús que al inmolarse quiso hacerse alimento para nosotros y hoy vuelve a repetirnos: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?… No tengáis miedo”.