Desde mi casa (2)

Mundo · P.M.
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29 marzo 2020
La realidad es irreductible. Pasan los días y la pandemia sigue extendiéndose, tocando a cuantos pilla a su paso. Algunos de los compañeros del trabajo ya han sido contagiados, y el coronavirus ha llegado a familiares míos cercanos; y de algunos amigos ya sé que están pasando por esto. El miedo agudo que he sentido estos días me indica que el cerco de la vida, para bien o para mal, se estrecha.

La realidad es irreductible. Pasan los días y la pandemia sigue extendiéndose, tocando a cuantos pilla a su paso. Algunos de los compañeros del trabajo ya han sido contagiados, y el coronavirus ha llegado a familiares míos cercanos; y de algunos amigos ya sé que están pasando por esto. El miedo agudo que he sentido estos días me indica que el cerco de la vida, para bien o para mal, se estrecha.

No quiero desconectarme de la realidad, pero por salud mental únicamente sigo los informes que, diariamente, el Comité Técnico de Gestión del Coronavirus da en sus ruedas de prensa.

Pero la realidad sigue golpeando.

El contacto virtual con los compañeros de profesión es un alivio en medio de este impacto emocional y existencial. Lo es con algunos amigos, los que no se dejan llevar por el bombardeo de mensajes panfletarios contra el Gobierno o los eslóganes que tan manidamente se repiten –como si la vida fuera un curso de coaching– de “ser positivo”, “ver esa película que te apetece o leer los libros que no has podido”, “pasar tiempo en familia” y los tropecientos mil vídeos que te reenvían de motivación… que, en el fondo, no te liberan del aire comprimido que tienes dentro de ti, porque sabes que la vida no es tuya. Porque, con todo el cariño del mundo, encontrarse con mensajes de amigos que una y otra vez vienen a decir “que si mucha gente de los nuestros ha venido negando el tema”, o que han estado cantando el “Hola, Don Pepito”, “Hola, Don José”, y demás, pues son cosas que no ayudan a vivir la circunstancia tan excepcional que nos toca vivir. No ayudan nada, porque distraen del hecho fundamental: que no estamos en casa de vacaciones, que los que podamos trabajemos desde casa. Seamos funcionarios o trabajemos en el sector privado.

Me reconforta mucho –no porque me esté sedando, sino porque me centra–, una vez más, el encuentro que he tenido este lunes con mis amigos, algunos pasando por la enfermedad, otros sufriendo las consecuencias de la crisis económica que se nos avecina. Les escucho y sus vidas me llenan de esperanza. Aunque nos veamos virtualmente, en el fondo, se me hacen cada vez más cercanos. Seguir el rezo del Rosario en Fátima y la oración guiada por el Papa Francisco en Roma el viernes 27 muestra que hay Alguien más fuerte que la propia desdicha. Gracias a esto, ha nacido de nuevo en mí un amor a mi propia vida. Son estas cosas las que realmente necesito.

Por eso el jueves salí temprano a comprar la comida semanal. Y me he aprovisionado de trabajo para estos próximos quince días, porque tengo muy claro que no me pagan por no hacer nada –aunque el Ministerio no se caiga–. También hay tiempo para leer, rezar, estudiar y pensar. Yo me quedo en casa, pero mi responsabilidad ante el trabajo y la vida no descansan. Vivir mi propia humanidad –mis miedos, mis deseos, mi angustia, mi espera–, el tiempo que se me conceda, no tiene vacaciones.

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