¿Pin-Pon?
Una mañana me encuentro con dos artículos en la prensa: uno a favor del pin –qué palabreja– y otro a favor del pon –a partir de ahora, lo contrario del pin–. El primero se refería a las declaraciones de uno de los hombres de VOX, Hermann Tertsch, en las que defendía el pin parental “para evitar que tu hijo pretenda penetrar a su hermanito”. ¡Ea!
¿Se habrán levantado hoy los españoles no murcianos con esta curiosa imagen? “Oye tío, vámonos a vivir a La Manga porque estoy viendo a mi hijo Pepito queriendo abrir hueco en su hermanito Menganito…”. En breves se cubrirán las plazas hoteleras de allí, claro… por el miedo al agujero. Y luego está el segundo artículo. Este de <i>Público</i>. Lo escribe Aníbal Malvar. En él afirma que “si esa teoría de la propiedad parental es cierta, el aborto debería también ser libre no solo durante la gestación, sino hasta la mayoría de edad del individuo”. Por supuesto, porque decir que los hijos son propiedad de los padres quiere decir que podemos hacer con ellos lo que nos venga en gana. Los unos incesto y los otros capricho impertinente.
El problema es que quizá existen hombres y mujeres que no están cómodos en ninguna de las posturas anteriores, que no les van bien ni los pantalones pitillo esos estrechos estrechitos, ni aquellos bombachos anchos anchotes. Quizá porque son posiciones extremas, pero extremas por mentirosas y reducidas, no por claras y contundentes, como algunos creen. Por tanto, si nos distanciamos un pelín de pin y pon, podremos darnos cuenta de que tenemos en nuestro país una ocasión de oro para debatir y entrar sin miedo en un tema verdaderamente interesante en cualquier democracia adulta: la educación de los hijos. No perdamos la oportunidad. Preguntas como a quién pertenece un hijo o quién es el sujeto educativo merecen respuestas o, al menos, argumentos de más nivel.
Personalmente me encuentro cercano al pin por entender que los padres tienen mucho que decir en cuestiones educativas de fondo relativas a sus hijos. Vale que el Estado proponga e imparta talleres sobre educación sexual, ambiental o laboral, pero este no debe tener miedo a la libertad de las familias. Si esas charlas son tan interesantes e importantes como afirman, los padres acabarán pagando una cuota para que sus hijos no se queden fuera de las mismas y puedan escuchar y aprender de lo que ahí se dice. Pero lo harán libremente. De la misma manera, es la madre quien decide que su hijo no pasará el fin de semana en casa de su amigo Fulano porque sus padres dicen muchas palabrotas en la comida.
Pero hay algo más. El culmen de la educación, a mi juicio, es que un chaval, ya sea en el colegio, en la universidad, en casa de un amigo o en la suya propia, fuera capaz de escuchar pin o pon y tuviera claro el criterio para reconocer dónde hay engaño y dónde hay verdad. Y sobre todo que tenga ganas de buscar esta última antes de ponerse demasiado rápido unos u otros pantalones. Ojalá nuestros hijos puedan repetir con gusto las palabras de Corchuelo: “Yo me contento de haber caído de mi burra y de que me haya mostrado la experiencia la verdad, de quien tan lejos estaba” (Quijote, II, 19).