Celibato. Una profecía, no una guerra entre bandos

España · Federico Pichetto
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14 enero 2020
La palabra de Benedicto XVI siempre causa ruido. No solo porque desde el 28 de febrero de 2013 la dimensión propia de Joseph Ratzinger es el silencio, y por tanto cada vez que decide romperlo cualquier suspiro suyo adquiere un peso específico profundamente distinto del de cualquiera de los demás actores de la escena pública. No olvidemos que es el mayor teólogo vivo, el último descendiente de una estirpe de estudiosos que recorrió el siglo XX llevando a Dios sobre sus espaldas, donándolo y entregándoselo a los hombres y mujeres del tercer milenio sin vacilar, con humildad y abnegación.

La palabra de Benedicto XVI siempre causa ruido. No solo porque desde el 28 de febrero de 2013 la dimensión propia de Joseph Ratzinger es el silencio, y por tanto cada vez que decide romperlo cualquier suspiro suyo adquiere un peso específico profundamente distinto del de cualquiera de los demás actores de la escena pública. No olvidemos que es el mayor teólogo vivo, el último descendiente de una estirpe de estudiosos que recorrió el siglo XX llevando a Dios sobre sus espaldas, donándolo y entregándoselo a los hombres y mujeres del tercer milenio sin vacilar, con humildad y abnegación.

Por si eso fuera poco, al discreto pensador bávaro se le identifica muchas veces con el título de abad, de padre Benedicto, con un juego de palabras que le sitúa en las raíces de la Europa occidental y lo convierte en conciencia y memoria de nuestro tiempo.

Arrastrar a un hombre así en la trama de dos papas, en el vituperio entre políticos que juegan diabólicamente sus cartas intentando bloquear al pontífice contrario, no solo resulta grotesco y lamentable, sino que puede llegar a ser una considerable falta de respeto tanto a él como al sucesor elegido por el propio Espíritu, que no razona siguiendo dinámicas horizontales de vencedores y vencidos sino según una perspectiva que va más allá de los engranajes del mundo en virtud de la batalla por el único territorio que importa: el del corazón humano.

Un corazón que está hecho para Cristo. La vida en virginidad, elegida y vivida, no es otra cosa que signo, reclamo, profecía del único bien que puede aportar alegría y cumplimiento al alma humana. Cuando esta virginidad adquiere la forma del celibato –de hecho, el celibato no es solo abstinencia sexual, ejercicio ordinario de castidad o entrega definitiva de la propia vida a Cristo en la comunión de la Iglesia, sino mucho más: el celibato es elegir a Cristo como presencia esponsal– la vida diaria se convierte en depósito de la vida prometida a todos los hombres y mujeres que arriesguen su vida por Él, reconociendo y siguiendo su misericordia.

La Iglesia latina, a lo largo de los siglos, quiso identificar a sus sacerdotes con aquellos que abrazan la vida en celibato, una vida que también tiene sentido fuera del sacerdocio y de la que se habla poco. Merecería más espacio la vida y la decisión del célibe en la reflexión teológica y homilética porque entre los que eligen una vida así es donde la Iglesia decide buscar a sus sacerdotes. Para defender esta decisión, Benedicto XVI ha usado su autoridad y la ha ejercido en un libro escrito a cuatro manos con el cardenal Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, suscitando ásperas polémicas sobre la oportunidad de una intervención así en vísperas de la exhortación post-sinodal que Francisco debe publicar después del Sínodo sobre la Amazonia, cuyo punto central no es un examen al celibato sino un atento análisis de nuestro tiempo, donde la Iglesia se enfrenta a los problemas de esa tierra y a las líneas pastorales que de ahí emergen.

Está claro, después de lo dicho sobre el celibato, que Benedicto –ante repentinas huidas hacia adelante en este tema– no podía dejar de confirmar la posición tradicional de la Iglesia y también está claro que si hubiera escrito después de la exhortación apostólica del Papa, entonces habría dado ciertamente la impresión de querer poner el contrapunto al pontífice sobre un tema –bueno es decirlo– en el que Francisco no dirá nada más de lo que la Tradición ya establece y recomienda.

No debe sorprender que alguien como Benedicto quiera intervenir en un caso como este, que se le utilice como ariete contra aquel que dentro de unas semanas repetirá las mismas cosas resulta en cambio malévolo y equívoco. Estamos asistiendo en la Iglesia a un providencial ajuste de cuentas con la propia historia y con el modo en que la Iglesia se ha puesto delante de ciertos temas: más que una defensa del celibato –que nadie pone realmente en cuestión– lo que hoy más se necesita es una seria reflexión sobre la sexualidad y el placer, sobre el modo en que la doctrina los ha mirado y entendido. Las guerras ficticias entre pontífice quizás resulten rentables pero lo cierto es que con las cosas que realmente importan solo hacen perder el tiempo.

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