El drama de perder una casa que nació para albergar a todos

Mundo · Giuseppe Frangi
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16 abril 2019
“Notre Drame”, titulaba el diario de la izquierda laica e intelectual francesa, Libération. Un título emblemático y sintético, hasta el punto de que ni siquiera ha añadido una línea de sumario. Un título que documenta una conmoción inesperada. Ese “notre” (nuestra) es la palabra que más resonaba entre las miles de personas que se congregaron a orillas del Sena en un silencio casi irreal, con los ojos puestos en esas llamas que inflamaban el cielo parisino. En el momento en que la antigua catedral se plegaba a la acción devastadora del fuego, cada uno pudo sentir en sus propias carnes hasta qué punto aquella estructura antigua, mirada incluso muchas veces con la suficiencia con que se miran los despojos del pasado, era “suya”. Y por tanto “nuestra”.

“Notre Drame”, titulaba el diario de la izquierda laica e intelectual francesa, Libération. Un título emblemático y sintético, hasta el punto de que ni siquiera ha añadido una línea de sumario. Un título que documenta una conmoción inesperada. Ese “notre” (nuestra) es la palabra que más resonaba entre las miles de personas que se congregaron a orillas del Sena en un silencio casi irreal, con los ojos puestos en esas llamas que inflamaban el cielo parisino. En el momento en que la antigua catedral se plegaba a la acción devastadora del fuego, cada uno pudo sentir en sus propias carnes hasta qué punto aquella estructura antigua, mirada incluso muchas veces con la suficiencia con que se miran los despojos del pasado, era “suya”. Y por tanto “nuestra”.

No cae simplemente un símbolo. Cae un lugar, una casa que precisamente por esa primera persona del plural era una casa que nació para albergar a todos. Se podía pasar de largo, se podía desdeñar las ceremonias y ritos que, en estos tiempos tan desenvueltamente secularizados, se seguían celebrando en su interior igualmente. Pero esa catedral era una presencia de la que era inimaginable poder prescindir. Una presencia necesaria, algo parecido a la tierra bajo nuestros pies. Ni siquiera consideramos la posibilidad de que pudiera no estar. Imposible pensar en su ausencia.

Nos damos cuenta ahora, frente a ese incendio que en pocas horas se ha tragado la antigua techumbre de la catedral, con sus inclinaciones de 55 grados de pendiente, cubiertas con placas de plomo y apoyadas en una carpintería en madera de roble que en gran parte se remonta hasta el año 1220, “el bosque de Notre-Dame” le llamaban, debido a los 1.300 árboles que hicieron falta para conseguir la madera necesaria.

“Notre” (nuestro) era el fuerte sentimiento de impotencia para detener el desastre que en directo y con una velocidad inimaginable estaba devorando el techo y hacía que se precipitara la enorme ajuga del siglo XIX proyectada por Viollet-le-Duc. Lo que mostraba su fragilidad no era la catedral, éramos nosotros (todos) al descubrirnos dramáticamente frágiles al quedar privados de la catedral. “Notre Drame”, como con espontánea sinceridad y con un inesperado dolor de corazón afirma el titular de Libération, aunque quizá lo haya escrito alguien que probablemente no haya puesto un pie allí desde quién sabe cuándo…

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