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Cuando vuelva

Editorial · Fernando de Haro, Gaza
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9 julio 2018
Suhaila Tarazi completó sus estudios de Gestión y Dirección en Londres. Con unos 60 años, la actividad al frente del Al Ahli Hospital la tiene exhausta. Antes de responderme algunas preguntas se detiene para tomar aire. El hospital es un oasis en el centro de la ciudad de Gaza. Fuera de sus puertas la vida hierve. Las calles están sucias en la capital de la franja. Los carros tirados por burros o caballos son frecuentes. La gasolina es muy cara en esta gran prisión a cielo abierto de 365 kilómetros cuadrados de la que no pueden salir, salvo especial permiso que no se concede casi nunca, sus dos millones de habitantes.

Suhaila Tarazi completó sus estudios de Gestión y Dirección en Londres. Con unos 60 años, la actividad al frente del Al Ahli Hospital la tiene exhausta. Antes de responderme algunas preguntas se detiene para tomar aire. El hospital es un oasis en el centro de la ciudad de Gaza. Fuera de sus puertas la vida hierve. Las calles están sucias en la capital de la franja. Los carros tirados por burros o caballos son frecuentes. La gasolina es muy cara en esta gran prisión a cielo abierto de 365 kilómetros cuadrados de la que no pueden salir, salvo especial permiso que no se concede casi nunca, sus dos millones de habitantes.

Al occidental se le saluda con sorpresa, los niños ensayan su única frase en inglés al ver a los periodistas: “What is your name?”. La inmensa mayoría de los jóvenes menores de 20 años no han salido nunca de esta parte de los territorios palestinos. A pocos kilómetros de aquí, en la frontera este, algunos de esos jóvenes se enfrentan a las balas del ejército de Israel. Desde hace semanas el goteo de los que mueren solo se convierte en noticia cuando los fallecidos superan la docena. Jóvenes sin futuro, encarcelados por la política del Gobierno de Israel, ya sin los túneles hacia Egipto que Al Sisi ha cerrado (por los que llegaron a circular camiones), con una ira que el ineficiente y manipulador Gobierno de Hamas instrumentaliza para no asumir responsabilidad alguna y para no reconocer que es incapaz de proporcionar a su pueblo una vida digna.

Suhaila, tan pronto sale de su despacho y se dirige a las clínicas, es asaltada por un médico que le cuenta una nueva urgencia y por un paciente que le da las gracias. Nuestra conversación se ve interrumpida a menudo. Las instalaciones médicas son modestísimas. En un viejo y desvencijado frigorífico se guardan las bolsas de plasma. El frigorífico está conectado a un generador. En Gaza solo hay cuatro horas de electricidad al día y nunca se sabe cuándo se va a poder contar con ella. Si la luz llega de madrugada hay que aprovechar ese momento para poner una lavadora. Suhaila se detiene especialmente en la consulta infantil. Con la ayuda de la Misión Pontificia el hospital mantiene un programa para luchar contra la malnutrición de los niños. Hay zonas de la franja donde el 50 por ciento de los menores están por debajo del peso que deberían tener y la tasa de mortalidad infantil se acerca al 23 por mil. Cinco niños pálidos, sin fuerzas para jugar, esperan con sus madres el turno para ser atendidos.

La directora del hospital Ahli asegura que no hay en toda la franja nadie que sea más de Gaza que ella. Nació aquí y pertenece a la comunidad de cristianos griego-ortodoxos, asiste los domingos a misa en la iglesia de San Porfirio, en el casco viejo. Una iglesia del siglo V, remodelada por los cruzados. “Nosotros los cristianos somos los ciudadanos originarios de Gaza”, explica Suhaila. Quedan muy pocos cristianos en Gaza, apenas mil. Y pronto es probable que no quede ninguno. En las pasadas celebraciones de Pascua 600 de ellos pidieron permiso para festejar la resurrección en el Santo Sepulcro. Jerusalén está cerca en kilómetros (la distancia se recorre en poco más de una hora) pero muy lejos para los palestinos cristianos. Es necesario cruzar controles en los que el ejército de Israel es implacable, una tierra de nadie y un muro que se parece mucho al de Berlín, y sobre todo obtener unos permisos que este año no han llegado. La islamización creciente impuesta por Hamas no facilita las cosas. Se han producido algunos ataques al pequeño colegio católico y las dos iglesias todavía abiertas no son identificables, no tienen cruz en su fachada.

Le pregunto a Suhaila por qué no se ha marchado también ella como han hecho muchos miles en los últimos años. Me responde que su vida está en Gaza, que ha nacido aquí, que los cristianos aunque pocos tienen una misión esencial en esta tierra martirizada, la misión de la caridad y la paz. Luego se queda en silencio, pensando. Por unos instantes el cansancio de años se apodera de su rostro. Pero ese velo se disipa pronto y con una sonrisa añade: “hay una última razón. Cuando Jesús vuelva quiero que haya al menos un cristiano aquí”. Suhaila da su vida por los niños de Gaza, por sus enfermos, pero, sobre todo, esta cristiana de Gaza ha comprendido cuál es el sentido de la historia, el fin y el principio que la hace avanzar. Una mujer libre frente al poder de Hamas y de Israel, una mujer que sabe cuál es el origen de la libertad.

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