Tierra baldía para millennials

Editorial · Fernando de Haro, Londres
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10 junio 2018
A crowd flowed over London Bridge, so many (sobre el Puente de Londres la multitud fluía). No es el Puente de Londres, sino Hyde Park. Y tampoco exactamente una multitud, pero sí muchos millennials, universitarios con mochila a las espaldas, auriculares en los odios, solitarios. Todos encaminándose hacia una de las más importantes universidades de Londres. Ciudad irreal, esta vez bajo la luz de una mañana que no acaba de arrancar. Como en el gran poema de Thomas, otra vez, cada cual lleva la vista fija ante sus pies (And each man fixed his eyes before his feet). Vienen muchos de ellos de residencias o pisos compartidos en los que no han hablado durante días con nadie, si acaso unas palabras de cortesía muy británica que distancian aún más.

A crowd flowed over London Bridge, so many (sobre el Puente de Londres la multitud fluía). No es el Puente de Londres, sino Hyde Park. Y tampoco exactamente una multitud, pero sí muchos millennials, universitarios con mochila a las espaldas, auriculares en los odios, solitarios. Todos encaminándose hacia una de las más importantes universidades de Londres. Ciudad irreal, esta vez bajo la luz de una mañana que no acaba de arrancar. Como en el gran poema de Thomas, otra vez, cada cual lleva la vista fija ante sus pies (And each man fixed his eyes before his feet). Vienen muchos de ellos de residencias o pisos compartidos en los que no han hablado durante días con nadie, si acaso unas palabras de cortesía muy británica que distancian aún más.

Algunos de estos estudiantes se forman en las mejores universidades del mundo, las de Londres compiten abiertamente con las top de los Estados Unidos. Aprenden con los mejores profesores, con los mejores investigadores, cuentan con la mejor tecnología, con clases grabadas, con seminarios abiertos, con excepcionales bibliotecas y laboratorios… el máximo de lo deseable.

Esta mirada fija ante sus pies esconde un secreto doloroso. En el reino de la soledad, en Londres, los millennials son los más solos. La Oficina Nacional de Estadística hacía público hace unas semanas el informe Loneliness – What characteristics and circumstances are associated with feeling lonely? Según ese trabajo, los “jóvenes adultos” con edades comprendidas entre los 16 y los 24 años se sienten más solos que la gente de mayor edad. Investigación que se complementa con otra realizada por la Universidad de Cambridge (Lonely young adults in modern Britain: findings from an epidemiological cohort study) en la que se concluye que un 7 por ciento de los nacidos entre 1994 y 1995 se sienten a menudo solos. A un porcentaje comprendido entre el 23 y el 31 por ciento no les resulta extraño sentirse aislados o faltos de acompañamiento.

Antes de entrar en clase, o en la biblioteca, se puede desayunar en cualquiera de los supermercados de camino al campus. Londres, que hasta hace unos años era la ciudad en la que no se podía comer dignamente sin gastar una fortuna, cuenta ahora con un supermercado en cada esquina. Ensaladas para uno, platos preparados para uno, alimentos orgánicos para uno, la fórmula es económica, saludable, por poco más de tres libras el almuerzo o la cena están solucionados. No hay que preocuparse por cocinar. Está socialmente aceptado comer a todas horas, comer incluso en clase mientras el profesor imparte sus lecciones. No es necesario socializar para alimentarse. En realidad, sentarse a la mesa va camino de convertirse en una costumbre del pasado.

Acaba la sesión de la mañana, han volado dos o tres horas de clases o de estudio. Y a las doce, el almuerzo. HURRY UP, PLEASE IT’S TIME (DENSE PRISA, POR FAVOR ES LA HORA). En los comedores del gran centro universitario, los que los utilizan, se disponen como mónadas. Unos junto a los otros, sin hablarse, entre bocado y bocado una mirada al móvil, a los mensajes de las redes sociales, quizás al capítulo de una serie. Almuerzo rápido para volver a la tarea, mucha agitación. I see crowd of people, walking round in a ring (Veo muchedumbres vagando en círculos). Después, una tarde larga, intensa, ciencia hasta dejarles exhaustos. Y en la hora violeta, cuando los ojos y la espalda se alzan del escritorio, cuando el motor humano aguarda como un taxi palpitando en la espera (At the violet hour, when the eyes and back turn upward from the desk, when the human engine waits like a taxi throbbing waiting). A la hora violeta, a la hora de la espera, las soluciones. ¿Qué soluciones? Un reportaje de hace unas semanas en The Guardian (How to cope with loneliness at university) ofrecía las recetas para hacer frente a los problemas que una soledad prolongada puede causar en la salud mental. Voluntariado, yoga, baile, clubes, deportes… los expertos recomendaban no obsesionarse con el trabajo, descansar cuando fuera necesario, buscar actividades en las que incrementar el círculo de los conocidos… fórmulas todas sanísimas… pero quizás insuficientes para una palpitante espera. El rigor solo parece reservado para el estudio, la competencia es muy severa.

¿No habrá nadie que se conmueva por esta nueva tierra baldía que hemos construido para nuestros millennials? ¿No habrá nadie que derrame alguna lágrima de racional y dramática compasión? El tiempo es propicio. Vuelve, Thomas, vuelve y pregúntales, a gritos o entre susurros, “Who is the third who walks always beside you?” (¿Quién ese tercero que anda siempre a tu lado?). Vuelve, Thomas y dilo otra vez: “Cuando cuento, solo estamos tú y yo juntos, pero veo frente a mí, por el camino blanco, siempre a otro que camina a tu lado. ¿Pero quién es ese que va tu vera?, ¿que va a vuestra vera? (When I count, there are only you and I together but when I look ahead up the write road, there is always another one walking beside you).

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