El largo viaje de la Ilustración católica y su necesaria revisión

Cultura · Danilo Zardin
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21 febrero 2018
Ansias de un progreso iluminado por la razón y apego tenaz a las formas de conciencia religiosa modelada por el cristianismo parecían, hasta no hace mucho tiempo, dimensiones incompatibles. La idea del conflicto procedía de una visión dualista de la modernidad. No se la concebía como un desarrollo sino como una fractura que había provocado que la tradición se separara de su tronco, abriendo un nuevo camino abierto por las “magníficas suertes” de la independencia del hombre.

Ansias de un progreso iluminado por la razón y apego tenaz a las formas de conciencia religiosa modelada por el cristianismo parecían, hasta no hace mucho tiempo, dimensiones incompatibles. La idea del conflicto procedía de una visión dualista de la modernidad. No se la concebía como un desarrollo sino como una fractura que había provocado que la tradición se separara de su tronco, abriendo un nuevo camino abierto por las “magníficas suertes” de la independencia del hombre.

Para los intelectuales de la élite dominante, la tradición era sinónimo de opresión y cerrazón y era bueno echarla al mar una vez reducida a pesado lastre. Para los defensores del primado de la fe, en el bando contrario, el cuadro se había invertido. Todo el esplendor residía en un pasado glorioso y la sombra del mal anidaba en su demolición, que dejaba inerte al hombre contemporáneo, exponiéndolo al avance devastador de la dictadura del individualismo útil y de una ética político-civil aplastada por falsas ideologías. En todo caso, imposible salir del esquema de la contraposición. El punto donde la grieta se hacía insalvable se situó entre ambos contendientes en la crisis del XVIII, con el ataque al sistema del Antiguo Régimen mediante la activación de un fermento corrosivo que estalló con la Revolución Francesa.

Muchos hombres de cultura, tanto en el ámbito laico como en el del pensamiento de inspiración religiosa, siguen presis de esta lógica de choque. No han querido rendir cuentas con la revisión que lleva décadas en marcha sobre lo que verdaderamente es la modernidad, sus fundamentos y los procesos mediante los cuales ha obtenido sus materiales de construcción, edificando el “nuevo orden” de un estilo de vida que ha cambiado radicalmente. Se ha corregido profundamente la concepción del despegue de la modernidad occidental. El XVIII y su forma cultural más característica –la Ilustración– se presentan bajo una luz que evidencia rostros en contraste, destacando el alcance de un relato histórico que no es solo polémicamente disgregador. Aunque cada vez más silenciosamente, hay quien ha estado dispuesto a reconocer que la realidad actual es hija de las metamorfosis que han madurado en esa tormentosa fase de transición. La revolución ilustrada entró a formar parte instrumental de nuestro presente. Ha sido la cumbre intelectual y ético-civil en cuyo horizonte se mueven sus partisanos más fanáticos y sus adversarios más irreductibles. La antropología que nos condiciona, la construcción de valores personales de referencia, el cuadro de la moral colectiva, el equilibrio de poderes entre la esfera secular y los residuos de dependencia de lo sagrado con los que se rige el mundo actual derivan de posiciones asumidas en la batalla a favor o en contra de las reformas promovidas por los diseñadores de un nuevo curso de lo que fue la antigua res publica de la cristiandad. Olvidar, ignorar cómo fue, no ayuda a comprender el escenario en que estamos llamados a vivir.

Una síntesis notable sobre todo este orden de problemas lo encontramos en los trabajos de un reconocido experto en el mundo académico norteamericano, Ulrich L. Lehner, sobre todo en su libro de 2016 “The Catholic Enlightenment. The Forgotten History of a Global Movement” (Oxford University Press). Su fresco del lado “católico” de la Ilustración del XVIII parte de la consideración de que la cultura ilustrada no se puede reducir a sus últimos resultados, radicalizados en sentido anticristiano y violentamente intolerantes. Su pasta no solo estaba hecha de escepticismo filosófico, justicialismo jacobino y Terror. Antes y debajo de todo esto, la Ilustración fue un movimiento intelectual de redescubrimiento de la dignidad y de los derechos de la persona humana, portador de un vigoroso ímpetu reformador, que buscaba modernizar en el sentido más avanzado y “racional” cada uno de los elementos del edificio social. La capacidad de una construcción movilizada con estas energías del pensamiento no sería imaginable siquiera sin las premisas caldeadas por una conciencia educada durante siglos en la fe cristiana. Fue determinante, en este contexto, la valiente contribución a la vanguardia de teólogos y educadores de todos los ámbitos de las tierras europeas y de los lugares conquistados por la expansión misionera sobre el tema de la defensa de la libertad de elección de los individuos, en favor del pluralismo religioso, la familia, el papel de la mujer, el desarrollo de la educación, la lucha contra la magia y la superstición, la polémica contra la esclavitud y otras formas de ejercicio abusivo del poder de los hombres sobre otros hombres.

Esta potente corriente de la “ilustración católica” se perfila como un fenómeno geográfica y culturalmente “global”. Su línea de fondo consistió en apuntar a una conciliación entre el alma más positiva de la modernidad emergente y la fe cristiana devuelta a sus fuentes más genuinas, recuperando el diálogo entre fe y razón, desarrollo técnico-científico y reafirmación de los valores centrales de un sistema religioso que reconvertir, más allá de las formas históricas e intelectuales que llegaron a la cima de una larga evolución. Pero el ímpetu del espíritu reformador cristiano no fue una invención aislada del XVIII. Hunde sus raíces en la antropología “optimista” de la encarnación elaborada en el Renacimiento y llevada adelante por la reforma católica de los siglos XVI y XVII, ya antes del Concilio de Trento, en polémica con el dualismo agustiniano extremo de la Reforma protestante y cualquier otra forma de espiritualismo unilateral, dentro incluso de la órbita católica de los dos siglos siguientes. De ahí procede el impulso que animaba a pensar en la salvación cristiana no como una huida o una pura contestación al mal del mundo sino como la respuesta al deseo de plenitud del hombre, como promesa de cumplimiento y felicidad destinado a revertir en un inicio de transfiguración de todos los aspectos de la existencia, empezando ya en el horizonte mundano.

Este catolicismo que recuperaba la simbiosis entre la gracia y la necesidad humana, Dios y el libre arbitrio de su criatura, la tierra y el cielo, siguió haciendo sonar con fuerza su voz hasta en el corazón de los debates más ásperos del XVIII ilustrado. Abrió camino a las conquistas más innovadoras de la cultura, la política y la economía en el mundo moderno. Solo entró en crisis cuando se dejó envolver por los sueños utópicos de dominio alimentados por el despotismo de los engranajes del poder. El reformismo ilustrado, haciéndose cada vez más político, secularizándose, acabó volviéndose contra sus matrices más profundas. Llevó al patíbulo a hombres de Iglesia, reducidos a cómplices del enemigo que abatir. Desde entonces, el pensamiento cristiano rompió los puentes con sus franjas abiertas al diálogo con la modernidad, se hizo refractario a toda necesidad de actualización y emancipación.

Solo con el despertar religioso del último siglo, en torno al Vaticano II y bajo el estímulo del magisterio de los últimos papas del siglo XX, los prejuicios hostiles se atenuaron. La Iglesia recuperó su papel en el corazón de la historia del mundo y se lanzó así con más confianza en el intento de hablar al hombre concreto que le salía al encuentro por el camino.

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