Diario de Siria 8

Youhaina toma notas en un cuaderno en el que hay ya dibujados algunos patrones. Asiste a un curso de corte de 90 horas organizado por los hermanos maristas de Alepo. La clase se imparte en una de las pocas aulas que quedó en manos de la comunidad después de la nacionalización del colegio en los años 60. A los hermanos les quitaron el gran centro escolar que habían levantado pero ellos se quedaron en la ciudad, junto a la que había sido su obra educativa. Youhaina no vivió esa época. Es una joven madre que conoció a los hermanos hace dos años, en lo más crudo de la guerra. Empezó a recibir su ayuda cuando vivía en Alepo este y su familia no tenía para comer. Luego, cuando la situación se hizo insostenible, los hermanos la acogieron en su casa. Youhaina consulta con ellos muchas cosas, sobre todo de la educación de una de sus hijas que ha entrado en la adolescencia. Youhaina, que es musulmana, no tiene problema alguno en buscar el apoyo de un cristiano. “Siria necesita a los cristianos”, me dice con prisa por volver a casa. Youhaina cumple con rigor las prescripciones del Ramadán, no ha comido ni bebido desde la salida del sol y tiene que preparar la gran cena con la que se rompe el ayuno.
Junto a una de las iglesias ortodoxas de la ciudad, horas antes, hemos visto cómo los voluntarios cristianos repartían un puré caliente para 2.000 familias, la inmensa mayoría musulmanes. Bajo el logotipo de una de las ONG locales más potentes, logotipo con la imagen de un pantocrátor, reciben todos los días pan y una ración medida (250 gramos por persona) de una comida caliente. La comida la prepara el servicio de los jesuitas para los refugiados. En el local la actividad es frenética. Antes de repartir las raciones, un grupo de 20 mujeres ha estado preparando bolsas con artículos de limpieza para los pobres. “Repartimos la ayuda sin distinguir entre musulmanes y cristianos. El 90 por ciento de los que la reciben son musulmanes porque esa es la estructura demográfica de la ciudad”, me comenta un médico que trabaja como voluntario. Me lo explica mientras atiende a varias personas que solicitan su consejo experto en problemas relacionados con la salud. Una de ellas es familiar de una mujer afectada por un cáncer de colon. Antes de despedirnos vemos cómo aparca a la puerta un motocarro cargado de colchones, los mandan unas religiosas que ya no los necesitan.
La jornada la hemos empezado en la parroquia latina y allí también estaban empaquetando ayuda, en esta ocasión era una bolsa de comida con lo básico para pasar un mes. También el ritmo de los voluntarios era enérgico, como si tuvieran prisa. Bolsas de alimentos, de productos de higiene, grandes cucharones, ollas… en todas las parroquias de Alepo parece haber cundido una fiebre de caridad. Una fiebre de caridad varonil, recia, con ademanes de campaña, expresión conmovida de la gran fe de este pequeño resto de Israel que ha quedado en la ciudad. Es casi imposible verla y no quedar embargado por un instante de silencio lleno de alegría. Después de todo lo sufrido es un milagro que estos voluntarios no se hayan encerrado en el resentimiento, es un milagro que en medio de tanta destrucción florezca de este modo la vida. Y te das cuenta de que tienes que hacer las cuentas con lo que ves. ¿De dónde surge tanta vida?
He tomado el tercer café del día en la casa de los jesuitas. También ellos perdieron los colegios con la nacionalización. El padre Fouad Nakhla, un jesuita joven, responsable del servicio de refugiados de la Compañía para todo el país, me ha explicado que con su trabajo ayudan a todos y que para llevarlo a cabo buscan la colaboración de todos. “En Siria no tenemos futuro si no aprendemos el valor que tienen los otros, esa es nuestra misión”, me ha comentado.