El Iraq que quieren los ayatolás de Teherán

España · Riccardo Redaelli
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23 noviembre 2016
Abrumados por la sangrienta oleada de sectarismo religiosos que sacude desde hace años Oriente Medio, resulta cada vez más difícil ver las distinciones y diferencias internas entre las comunidades étnico-religioso-culturales enfrentadas. Más difícil, pero precisamente por eso más útil, con el fin de no alimentar el proceso extremadamente negativo de reducción de la pluralidad identitaria de Oriente Medio, que siempre ha sido la clave característica de esta región.

Abrumados por la sangrienta oleada de sectarismo religiosos que sacude desde hace años Oriente Medio, resulta cada vez más difícil ver las distinciones y diferencias internas entre las comunidades étnico-religioso-culturales enfrentadas. Más difícil, pero precisamente por eso más útil, con el fin de no alimentar el proceso extremadamente negativo de reducción de la pluralidad identitaria de Oriente Medio, que siempre ha sido la clave característica de esta región.

En este sentido, conviene no caer en el simplismo de la dicotomía entre chiítas y sunitas. La polarización y politización de esta identidad cultural y religiosa está a la vista de todos. Sin embargo, sería absurdo mirar el “frente chiíta” –especialmente en Siria e Iraq– como si se tratara de un bloque homogéneo que persigue los mismos objetivos. Al contrario, tras esta compactación a la que nos ha llevado la agresividad del radicalismo sunita salafita y salafita-yihadista, los chiítas de Oriente Medio mantienen profundas diferencias en su identidad, en su visión político-religiosa y en sus intereses.

En primer lugar, no hay que subestimar la gran pluralidad de corrientes y subgrupos de la Shi‘a, un archipiélago muy diverso. Luego está la vertiente étnica dentro de la corriente más dominante –los chiítas duodecimanos–, dividida en chiítas de etnia árabe, turca y, obviamente, persa (la rama más numerosa e importante). Con una profunda rivalidad entre árabes, turcos y persas, que no ha desaparecido en absoluto.

Aunque menos visible, tal vez sea aún más importante la división entre las máximas autoridades duodecimanas. Existe desde hace décadas una rivalidad religiosa y geopolítica entre Qom –la ciudad núcleo del clero iraní– y las ciudades santas de Najaf y Kerbala, los centros de la religiosidad chiíta que se encuentran en Iraq. Después de la revolución iraní de 1979, la rivalidad se fue acentuando, con Qom apoyando, al menos oficialmente, la doctrina jomeinista del “velayat-e faqih” (la supremacía del jurista, es decir, el control directo del clero sobre la política), mientras que las escuelas teológicas de Najaf siempre se han opuesto a esta visión, percibida como una peligrosa desviación.

Después de la invasión anglo-americana del año 2003, las diferencias no disminuyeron. La máxima autoridad en Iraq, el “marja‘ al-taqlid” (fuente de imitación), el ayatolá Ali Al-Sistani, jugando un papel decisivo en la construcción de un nuevo Iraq siguiendo una guía chiíta, siempre ha hecho frente a la acción política directa del clero, intentando incluso reducir las duras interferencias iraníes, que llegaron a desafiarlo en la misma ciudad de Najaf, con la creación de escuelas religiosas con impronta de la visión del “velayat-e faqih” y con el apoyo financiero y político de partidos religiosos iraquíes.

La caída de las fuerzas armadas iraquíes y el nacimiento del califato yihadista de Abu Bakr Al-Baghdadi en 2014 forzaron en cambio a Al-Sistani a ponerse en marcha para apoyar una respuesta “chiíta” a la amenaza mortal representada por el Isis (que considera a los chiítas apóstatas, y por tanto merecedores de la muerte). De ahí su apoyo a las Fuerzas de Movilización Popular, Al-Hashd Al-Sha‘abi, milicias chiítas creadas por el gobierno iraquí. Se trata de milicias fuertemente apoyadas, armadas y adiestradas por los pasdaran iraníes, y por tanto controladas indirectamente por el guía supremo iraní, el ayatolá Ali Jamenei. Para Al-Sistani, estas milicias eran una respuesta inevitable a una situación potencialmente catastrófica, pero tenían que representar sobre todo a las fuerzas de matriz nacionalista para liberar Iraq, más que un instrumento de lucha sectaria. Por el contrario, los iraníes las transformaron en milicias con clara impronta religiosa, sumando voluntarios chiítas procedentes de diversos países y convirtiéndolas en un instrumento más fiel a Teherán que a Bagdad. La preeminencia del aspecto sectario provocó venganzas y abusos por parte de los milicianos chiítas en las zonas sunitas reconquistadas. Hechos que indignaron a Al-Sistani, que durante muchos años invitó a la moderación y a no fomentar el odio intrarreligioso, principal causa del colapso estatal iraquí.

Aún más profundo es el malestar por la política regional. El gran ayatolá iraquí siempre ha predicado la prudencia y una actitud de compromiso hacia los demás países árabes y hacia los sunitas. Jameini y los pasdaran, en cambio, están convencidos de que hay que obtener una clara victoria militar en Siria, apoyando a toda costa a Bashar al-Assad, un líder crucial para los intereses estratégicos de Irán. Todo ello incluso a costa de reforzar las hostilidades de los sunitas árabes contra los chiítas.

Resumiendo, Al-Sistani razona sobre todo en términos religiosos y de reducción del conflicto sectario dentro y fuera del islam, oponiéndose a la implicación directa del clero chiíta en los asuntos políticos, con una perspectiva que parte de Iraq, sí, pero que mira a los intereses de los fieles chiítas de toda la región. Jameini y los “políticos del turbante”, como llamamos aquí a los religiosos iraníes directamente implicados en la gestión del poder, razonan en términos político-estratégicos, anteponiendo los intereses nacionalistas iraníes a cualquier otra consideración (a pesar de la retórica pan-chiíta del régimen postrevolucionario de Teherán).

De hecho, son dos formas prácticamente irreconciliables de representar un guía y un modelo religioso. Ciertamente, Al-Sistani no tiene el poder político –y mucho menos militar– de Jameini. Pero el derrumbe del carisma del clero chiíta en Irán y la desafección de millones de iraníes hacia el islam contrastan con la permanencia de la autoridad moral –que se traduce en influencia política– del viejo Al-Sistani, considerado por decenas de millones de fieles como la máxima autoridad religiosa y la única “fuente de imitación” auténtica. Y como el mejor dique que la tradición chiíta tiene en Najaf contra la peligrosa “innovación” doctrinal que representa el pensamiento revolucionario de Jameini.

Oasis

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