Editorial

Un universo curvo, nuevo

Editorial · Fernando de Haro
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11 septiembre 2016
Rentrée. Es inevitable hacer balance. Intentar comprender qué nos ha pasado. Es un ejercicio habitual en los meses de septiembre y de enero. Año natural, curso escolar. Sin duda el curso 2015-2016 que queda atrás ha sido el del yihadismo europeo. Pero junto al terror el otro acontecimiento que ha marcado el período que dejamos atrás, con mayor profundidad simbólica que el nihilismo violento para la compresión de la época que vivimos, ha sido la constatación empírica realizada por el Observatorio de Interferometría Láser de Ondas Gravitacionales (LIGO).

Rentrée. Es inevitable hacer balance. Intentar comprender qué nos ha pasado. Es un ejercicio habitual en los meses de septiembre y de enero. Año natural, curso escolar. Sin duda el curso 2015-2016 que queda atrás ha sido el del yihadismo europeo. Pero junto al terror el otro acontecimiento que ha marcado el período que dejamos atrás, con mayor profundidad simbólica que el nihilismo violento para la compresión de la época que vivimos, ha sido la constatación empírica realizada por el Observatorio de Interferometría Láser de Ondas Gravitacionales (LIGO). El LIGO de Estados Unidos ha recogido en los dos meses precedentes las pruebas empíricas de las ondas gravitacionales descritas de forma teórica hace cien años por Einstein. Hemos “oído” el sonido de las ondas provocadas por una colisión de dos inmensos agujeros negros que se fundieron hace 1.400 años. La física de Newton ha quedado definitivamente enterrada. Ya no hay lugar para la especulación: la gravedad es una curvatura del espacio y del tiempo, no hay parámetros fijos.

La física de Newton encarna, de un modo subsconciente, el edificio de certezas en el que nos apoyábamos los modernos. Al despedirla, despedimos también un modo de concebir la soberanía de los Estados y de entender la economía. La física de Newton nos “liberó” de una espiritualidad acrítica. Nos proporcionó una mecánica “limpia” de infinito: los cuerpos se movían según unas leyes estables fácilmente comprensibles sin interferencias espirituales. La naturaleza, “liberada” de transcendencia, nos permitía vivir en un universo de normas simples que hacían relativamente sencilla la existencia.

La física de Newton hasta no hace mucho tenía una traducción órganica en el mundo de la economía. Así como los cuerpos materiales actuaban según unas leyes predecibles y asépticas, los agentes del mercado se movían en un armonía casi perfecta, garantizando cada uno, en la persecución de su propio interés, el interés colectivo. Creíamos, es verdad que con algunos matices, en la eficacia de la “codicia de los panaderos”. Los panaderos tenían el legítimo deseo de hacer dinero y eso hacía posible el milagro de que cada mañana sobre nuestra mesa hubiera un buen pan para el desayuno, pagado al precio justo. Ni siquiera la crisis del 29 del pasado siglo nos hizo perder esa seguridad elemental. Era necesario, eso sí, hacer ajustes, dotar al Estado de más capacidad para regular, para compensar (introducir ajustes éticos), para garantizar el bienestar. De hecho, a la crisis de los 70 y de los 80, respondimos con un entusiasmo desregulador y en muchos casos con una defensa de la subsidiariedad que tenía mucho de liberalismo ingenuo. Ocho años después de que estallara la burbuja creada por la exaltación del mercado seguimos desconcertados. Hemos intentado aplicar la solución que fue efectiva en 1929, pero nos hemos dado cuenta de que no hay a quién pedirle un “New Deal”. Si acaso podemos reclamar a nuestros bancos centrales que apliquen una política monetaria expansiva. Pero nos hemos dado cuenta de que el Estado tal y como lo entendíamos ya no existe.

A nosotros modernos, lo que nos mantenía firme era el suelo, junto a la física de Newton y todas sus consecuencias, y el mercado era un concepto de soberanía bien definido, estático y suficiente. Desde la paz de Wetsfalia (1648), cada Estado era titular de una soberanía que lo definía respecto a otros Estados. La fórmula del ´cuius regio, eius religio´ se transformó en una identidad nacional secularizada. El soberano dejó de ser el rey y, gracias a Rousseau y a los puritanos fundadores de “la ciudad en la colina” en Nueva Inglaterra, se convirtió en un pueblo que con su voluntad pactaba estar junto. Para la nueva religión de la democracia había un nuevo soberano con los mismos atributos que se le reconocían a Dios: sobre todo la capacidad de elegir entre una otra y opción y de convertir en acción lo que había elegido. También hemos perdido esto, el Estado soberano, creado por el pacto de nuestra voluntad, ha perdido la capacidad de decisión que le definía. Salimos a las plazas, nos indignamos, pensamos que es una ideología conservadora la que impide a las instituciones gastar más y hacer más para recuperar el bienestar que hemos perdido o que es una ideología buenista la que impide frenar la llegada de los inmigrantes. Pero es inútil enfadarse porque las leyes de la física no vuelvan a ser lo que siempre fueron. En la ventanilla de reclamaciones hay diligentes funcionarios que nos escuchan, pero detrás de ellos ya no está aquel Estado soberano que creamos los europeos tras la Guerra de los 30 años. En su lugar hay instituciones, a menudos impotentes, sometidas a fuerzas supraestatales. También los espacios de la soberanía se curvan, se diluyen.

Westfalia ha muerto y la república de los panaderos nos ha dejado arruinados y exhaustos. El Universo se curva. Y es inútil intentar levantar muros. En 1685 Luis XIV dictó el edicto de Fontainebleau con la ilusión de revertir alguno de los efectos de la paz de Westfalia. Durante algunas décadas el Gran Siglo francés parecía haber detenido la historia. Hasta que estalló la Revolución Francesa. No hay edicto que nos pueda devolver la física de Newton. Es todo un mundo el que hay que construir.

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