Editorial

Ni populistas, ni tecnócratas

Editorial · Fernando de Haro
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15 mayo 2016
Hay disyuntivas tóxicas que envenenan a los pueblos y a las personas. Dicotomías falsas que en determinados momentos parecen imponerse como las únicas alternativas. La perplejidad occidental, a un lado y a otro del Atlántico, erige una disyuntiva política que fuerza a elegir entre dos males: el populismo o la tecnocracia.

Hay disyuntivas tóxicas que envenenan a los pueblos y a las personas. Dicotomías falsas que en determinados momentos parecen imponerse como las únicas alternativas. La perplejidad occidental, a un lado y a otro del Atlántico, erige una disyuntiva política que fuerza a elegir entre dos males: el populismo o la tecnocracia.

El populismo avanza a pie firme en países como Francia, España o el Reino Unido donde la clásica polarización entre izquierda y derecha no hace las cuentas con la nueva situación. La vieja izquierda socialista gala ha intentado tumbar en los últimos días la razonable y necesaria reforma laboral de Hollande. No pocos sectores sociales de la Francia que se resiste a reconocer el reto de la globalización han estado en contra del cambio de la legislación. Falta poco menos de un año para que se celebren las elecciones y, salvo que cambien mucho las cosas, Marine Le Pen va a llegar a la segunda vuelta y va a disputar la presidencia de la República a un candidato socialista o del centro-derecha. La izquierda y la derecha tendrán que unirse para frenar al radicalismo radical. No es tan difícil ver que sin reformas dolorosas pero necesarias, como la de la legislación laboral, es imposible ganar productividad, generar empleo y frenar así el malestar que alimenta a Le Pen.

Algo semejante sucede en el Reino Unido. El mundo entero ha tenido que acudir en rescate de Cameron tras su desgraciada idea de convocar el referéndum sobre el brexit. Después de Obama, ha sido el FMI el que ha tenido que advertir de las consecuencias nefastas para la economía mundial de la posible salida del Reino Unido de la Unión Europea. Cameron prometió el referéndum ante la presión del populista UKIP y de un buen sector de su partido. Una buena parte de los conservadores británicos han coqueteado durante mucho tiempo con la no-Europa. Ha faltado claridad y decisión para marcar una estrategia nacional conjunta. Así es como ha crecido el sueño de una Gran Bretaña libre y desvinculada de los patanes continentales.

Crece en España Podemos, en Francia la xenofobia del Frente Nacional y en el Reino Unido la utopía antieuropea porque las expectativas son desmesuradas. Se diluye la memoria que nos hizo realistas con la sabiduría acumulada, a base de errores, en el arco que va desde la Revolución Francesa a la postguerra de la II Guerra Mundial. Por eso la política vuelve a aparecer como una herramienta capaz de casi todo y la relación con el Estado, de nuevo, se torna religiosa. Con esta perspectiva la democracia es fuente de frustración. Ni los ciudadanos ni los partidos, acuciados por la ansiedad de la globalización, aceptan las limitaciones aprendidas en otros tiempos. El lenguaje se vuelve, necesariamente, figurado o mentiroso.

Frente a esa nueva búsqueda del paraíso, aparece la alternativa “con los pies en la tierra”. Es el discurso del PP en España. Hay que poner orden. Las cosas públicas son tan serias que hay que introducir mucha materia gris, mucho experto capaz de reconducir, en un mundo complejo, la “instintividad política”. Hacen falta técnicos que resuelvan los problemas, como se resuelven en una compañía privada.

El error de defender la “solución tecnocrática” está en la raíz: la política es política porque no solo es gestión, es el lugar del proyecto compartido, de la libertad que a duras penas encuentra el camino o el compromiso. Es también el lugar de la construcción, del encuentro y del desencuentro entre diferentes experiencias. La política es, fundamentalmente, la región del deseo. El deseo no es solo deseo sexual o un interés que, teóricamente, a través de una mano invisible, reparte beneficios. El deseo es también deseo de socialización -imagen ideal, llena de afecto- encaminado a edificar un mundo más habitable. La tecnocracia tiene miedo de ese deseo, tiende a castrarlo, porque lo considera fuente de peligrosas utopías. Los tecnócratas son como los antiguos moralistas que, para intentar evitar el pecado, predicaban un genocidio de lo humano.

El populismo y la tecnocracia, el uno y la otra, suponen un atentado contra lo más propio de la democracia. No hay democracia sin el coraje de admitir la imperfección de soluciones que necesariamente tienen que ser parciales, más en un mundo en transición como el nuestro. No hay democracia sin esa valoración del deseo que nos pone a todos a construir, con paciencia, con responsabilidad, con el gusto de encontrarnos con el otro.

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