Europa necesita signos
No conviene repetir, con los atentados de Bruselas de la semana pasada, el mismo error cometido en 2004 en España. No conviene aceptar la transferencia de culpa que, como una onda expansiva, siempre acompaña al terrorismo. Esa transferencia que pretende convertir a las víctimas en verdugos. No hay más responsables del mal cometido que los yihadistas, nihilistas muchos de ellos nacidos y crecidos ya en Europa, asesinos que adoran al becerro de una nada sangrienta.
Pero con dolor tenemos que aceptar que no hemos estado a la altura del desafío del terrorismo. Ni en el plano de la inteligencia, ni en el policial, ni en el militar, ni en el cultural.
Es evidente que la célula terrorista que golpeó en Bruselas es la misma que golpeó en París. Dos hechos dejan poco lugar a dudas: el hallazgo de un plano de Zaventem en el apartamento de Atenas de Abdelhamid Abaaoud, el cerebro de los ataques de la capital francesa; así como la identificación de Najim Laachraoui, segundo suicida del ataque en el aeropuerto, implicado también en los atentados del pasado noviembre.
Frente a una amenaza global – terroristas que van y vienen a Siria, yihadistas que viajan entre las capitales europeas– la dinámica de los Estado-nación en el seno de la Unión nos deja indefensos. Los fallos en los sistemas de seguridad belgas y holandeses son evidentes. Ibrahim el Bakraoui, otro de los suicidas, fue extraditado de Turquía a Holanda y de ahí pasó a Bélgica sin que nadie se ocupara de él. La policía belga, tras detener a Salah Abdeslam, en búsqueda durante casi cinco meses por la matanza de París, solo le interrogó durante una hora.
La torpeza belga y la falta de cooperación con Francia son la punta del iceberg de un gran déficit de coordinación reconocida por los ministros de Interior reunidos en Bruselas el Jueves Santo. Algunos hablan de la necesidad de crear un FBI europeo. Habría que dar muchos otros pasos antes. El primero y elemental es que se comparta la información entre los diferentes servicios de inteligencia. Una vez más se pone de manifiesto la debilidad política de Europa para hacer frente a los retos del siglo XXI. La golpeada Bruselas, eficaz en las políticas de control de la competencia y capaz de poner en marcha una política agraria, se muestra impotente ante la crisis del euro, la de los refugiados y ante los desafíos del yihadismo. Se expresa en lenguaje nacional mientras que los acontecimientos y los mensajes que nos golpean tienen código global.
El yihadismo europeo no tendría la misma fuerza si no existieran los santuarios de Siria y de Iraq. Y en la guerra contra el Daesh Europa también se ha equivocado. Han tenido que pasar meses para que Francia aceptara que primero era necesaria una solución política y que luego había que aplicar la solución militar. Solo ahora parece claro que hay que contar con el régimen sirio para vencer al Daesh. Todo eso mientras se han seguido vendiendo armas en la zona. Los datos de una fuente oficial como UNComtrade Database (Naciones Unidas) reflejan que no solo Estados Unidos y Rusia han explotado el negocio en Siria y en Iraq. Francia vendió entre 2000 y 2014 más de 5 millones de dólares en armamento pesado a Damasco, Polonia casi 44 millones y Austria más de 55 a Bagdad.
Pero quizás sea en el terreno de la cultura donde Bélgica se muestra más paradigmática de la falta de recursos europeos para hacer frente al terror. Europa se despoja en la vida común de sus referentes de sentido cuando el terrorismo nihilista se alimenta precisamente de ese vacío. Ya nos parecieron huecos los funerales celebrados en Francia porque apelaban a unos valores republicanos a estas alturas poco consistentes. Pero en Bruselas sencillamente no ha habido memoriales, salvo los que de forma espontánea se han organizado en la plaza de la Bolsa.
Bélgica ha sido, junto con Francia, uno de los países que se ha mostrado más contundente en la restricción del uso de signos religiosos en la vida pública. Algunos como el burka -en realidad no es un distintivo religioso- se ha prohibido con razón por motivos de orden público. Pero al tiempo han ido desapareciendo las cruces y los distintivos que reflejan cualquier tipo de pertenencia. Hay quien ha cuestionado incluso la conveniencia de que la Navidad sea fiesta. Los signos pueden ser de gran valor si son expresión de una comunidad con una hipótesis de sentido, y por eso interesada en la comprensión del mundo, dispuesta a valorar al otro y a afrontar las perplejidades laborales, afectivas y de todo tipo que genera la globalización. Ese es el mejor antídoto contra el nihilismo. Al tiempo que Bélgica y Europa se desarman de una auténtica experiencia religiosa, de la experiencia de pueblo, surgen guetos como el de Molenbeek. El barrio en el que crecen los yihadistas no es la expresión de una religiosidad que haya que neutralizar. Es el refugio de aquellos que no se reconocen ni en la identidad musulmana que no conocen ni en la identidad europea que se les antoja vacía. Europa necesita más que nunca signos, es decir testigos.