Cristianismo y leyes: sin altas pretensiones

España · Georges Cottier
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17 marzo 2016
Paginasdigital.es publica, por su interés, un fragmento de un texto escrito por el cardenal Georges Cottier, teólogo emérito de la Casa Pontificia, editado en 2009 por la revista 30 Giorni.

Paginasdigital.es publica, por su interés, un fragmento de un texto escrito por el cardenal Georges Cottier, teólogo emérito de la Casa Pontificia, editado en 2009 por la revista 30 Giorni.

Los primeros legisladores cristianos no abrogaron inmediatamente las leyes romanas sobre prácticas no conformes o incluso contrarias a la ley natural, como el concubinato y la esclavitud. El cambio se dio mediante un camino lento, marcado muchas veces por marchas atrás, a medida que el número de cristianos aumentaba en la población, y, con ellos, el impacto del sentido de la dignidad de la persona. Al principio, para garantizar el consenso de los ciudadanos y conservar la paz social, se mantuvieron en vigor las llamadas «leyes imperfectas», que evitaban perseguir acciones y conductas en contraste con la ley natural. El mismo santo Tomás, que no tenía dudas sobre el hecho de que la ley debe ser moral, añade que el Estado no debe poner leyes demasiado severas y “altas”, porque serán despreciadas por la gente que no será capaz de aplicarlas.

El realismo del hombre político reconoce el mal y lo llama por su nombre. Reconoce que hay que ser humildes y pacientes, que hay que combatirlo sin la pretensión de desarraigarlo de la historia humana mediante instrumentos de coerción legal. Es la parábola de la cizaña, que también vale a nivel político. Por otra parte, esto en él no se convierte en justificación de cinismo o de indiferentismo. El esfuerzo por disminuir en lo posible el mal es persistente. Es una obligación.

También la Iglesia ha percibido siempre como lejana y peligrosa la ilusión de eliminar totalmente el mal de la historia por vía legal, política o religiosa. La historia, también la reciente, está sembrada de desastres causados por el fanatismo de quienes pretendían secar las fuentes del mal en la historia de los hombres, acabando por transformar todo en un gran cementerio. Los regímenes comunistas seguían exactamente esta lógica. Así como el terrorismo religioso, que mata incluso en nombre de Dios. Y cuando un médico abortista es asesinado por militantes antiaborto –ocurrió recientemente en Estados Unidos– hay que admitir que incluso los impulsos ideales más altos, como la sacrosanta defensa del valor absoluto de la vida humana, pueden corromperse y transformarse en su contrario, convirtiéndose en palabras de orden a disposición de una ideología aberrante.

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