Cristianismo y leyes

La tentación gnóstica

España · Georges Cottier
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16 marzo 2016
Paginasdigital.es publica, por su interés, un fragmento de un texto escrito en 2009 por el cardenal Georges Cottier, teólogo emérito de la Casa Pontificia, que aporta elementos para el debate sobre la relación entre el cristianismo y las leyes en un mundo potsmoderno en el que las evidencias se han derrumbado.

Paginasdigital.es publica, por su interés, un fragmento de un texto escrito en 2009 por el cardenal Georges Cottier, teólogo emérito de la Casa Pontificia, que aporta elementos para el debate sobre la relación entre el cristianismo y las leyes en un mundo potsmoderno en el que las evidencias se han derrumbado.

La apertura hacia los ordenamientos mundanos es el rasgo distintivo que ha marcado de manera sui generis y desde el principio la presencia de los cristianos en las varias sociedades, desde los tiempos apostólicos y de los Padres de la Iglesia. Desde que los primeros cristianos se vieron ante un imperio que estaba caracterizado por la divinización del emperador, el culto de los ídolos, concepciones filosóficas y culturales estructuradas, prácticas y costumbres contrarias a la vida y a la dignidad de la persona. El rechazo por parte de los cristianos de todo lo que no es compatible con la doctrina de los apóstoles no se ha manifestado nunca como antagonismo radical respecto al orden constituido en cuanto tal en sus puntos esenciales jurídicos, culturales, políticos y sociales. Si se percibe la trascendencia de la vida de gracia, se advierte también que la vida de gracia no niega los ordenamientos culturales, sociales y políticos de este mundo, cuando son compatibles con la ley de Dios, ni de por sí entra en dialéctica con ellos, y al mismo tiempo no se reduce nunca a ellos. Este es el sentido de la palabra “sobrenatural”, que quizás deberíamos poner de nuevo en circulación.

En definitiva, precisamente la apertura promovida por el Concilio Vaticano II respecto a algunas instancias del tiempo moderno confirma una vez más que el Concilio se mueve en el surco de la Tradición. Porque la fidelidad a la Tradición va sugiriendo la lectura de los signos de los tiempos más oportuna y apropiada a las condiciones que se dan.

Contradecir apriorísticamente los contextos políticos y culturales dados no pertenece a la Tradición de la Iglesia. Es más bien una connotación repetida en las herejías de raíz gnóstica, que por prejuicios impulsan al cristianismo a una posición dialéctica respecto a los ordenamientos mundanos, e interpretan la Iglesia como un contrapoder respecto a los poderes, a las instituciones y a los contextos culturales constituidos en el mundo.

Es una característica común a todas las corrientes de raíz gnóstica la de considerar el mundo como mal, y por tanto también los Estados y los ordenamientos mundanos como estructuras que hay que subvertir.

En las relaciones entre la Iglesia y el mundo moderno aflora a veces esta tentación: el impulso a concebir la Iglesia como fuerza antagonista de ese orden político y cultural que después de la Revolución francesa ya no se presentaba como un orden cristiano.

En este sentido, respecto a la relación entre los cristianos y el orden temporal, se revela extraordinariamente actual el criterio sugerido por san Agustín, tal y como se delinea en el volumen juvenil de Joseph Ratzinger “La unidad de las naciones”. Entre Orígenes, seducido por el antagonismo gnóstico contra los ordenamientos mundanos, y Eusebio que los sacraliza, poniendo las bases de todos los cesaropapismos, Ratzinger describe la fecundidad de la perspectiva de Agustín, que no sacraliza ni combate a priori las instituciones seculares, sino que las respeta en su autónoma consistencia y al respetarlas las relativiza, reconoce su utilidad para la condición mundana, manteniendo siempre separadas esta condición y utilidad de la perspectiva mesiánico-escatológica. Según Ratzinger, Agustín en el De civitate Dei «no desea ni la eclesialización del Estado, ni una estatalización de la Iglesia, sino que en medio de los ordenamientos de este mundo, que son y deben ser ordenamientos mundanos, aspira a hacer presente la nueva fuerza de la fe en la unidad de los hombres en el Cuerpo de Cristo, como elemento de transformación, cuya forma completa será creada por Dios mismo, cuando la historia alcance su fin».

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