Yo soy Asher, todos somos Asher

Cultura · Fernando de Haro
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27 abril 2015
Potok te devuelve a la lectura primordial. A esa experiencia que a veces llega en la adolescencia y luego se suele perder. La que convierte a los personajes de una novela en compañeros de la vida real, amigos de pensamientos y sentimientos; la que transforma el tiempo y absorbe los espacios; la que te ensancha, te cambia, la que te saca de las estrecheces de tu propia mente y de la cicatería de tus sentires, la que no deja las cosas como estaban, la que te suspende en un suspiro inacabado.

Potok te devuelve a la lectura primordial. A esa experiencia que a veces llega en la adolescencia y luego se suele perder. La que convierte a los personajes de una novela en compañeros de la vida real, amigos de pensamientos y sentimientos; la que transforma el tiempo y absorbe los espacios; la que te ensancha, te cambia, la que te saca de las estrecheces de tu propia mente y de la cicatería de tus sentires, la que no deja las cosas como estaban, la que te suspende en un suspiro inacabado.

El Don de Asher Lev, editada por Ediciones Encuentro con una magnífica traducción de Esther Navío, tiene una extraña propiedad: despierta una antigua pasión en el lector cansado de artificios narrativos y de historias insulsas.

La obra forma parte de una trilogía inacabada que se desarrolla en el seno de la comunidad de judíos jasidíes ladovitas. Una comunidad de origen ucraniano fundada en el siglo XVIII que tiene su cuartel general en Brooklyn y que se extiende por todo el mundo. Los acontecimientos que se relatan tienen un fondo histórico real y reflejan avatares de finales de los años 80 y comienzos de los 90.

Vimos en la primera parte a Asher crecer con el don de la pintura. Un don que le ha convertido en un apestado. Su extraordinaria sensibilidad le ha hecho buscar recursos figurativos que hieren a los suyos. La experiencia del dolor y del mal le lleva a utilizar formas que muchos consideran una blasfemia. Ahora ya es un hombre maduro, está casado con Devorah, una mujer sensible y piadosa. La persecución de los nazis le hizo perder a sus padres y la dejó encerrada en un apartamento de París durante dos años. Aquel horror le acompaña y le hace preguntarse continuamente si hay un plan de Dios detrás de cada circunstancia. Ese es uno de los grandes polos de atracción de la novela de Potok: por sus páginas desfilan personajes sinceramente religiosos, personajes a los que el mal golpea y que se preguntan por el sentido de lo que les sucede. Son gentes a los que su fe no les silencia las preguntas. La vida se presenta como un gran enigma. La palabra enigma es, de hecho, una de las claves del relato. No tiene un sentido negativo: es la forma con la que la verdad se va mostrado a lo largo del tiempo.

Potok describe de un modo fascinante la vida de la comunidad de los judíos jasidíes. El atractivo de las jornadas marcadas por la oración de los salmos, por la celebración del sábado y de las grandes fiestas. La belleza de vidas entregadas con generosidad a una causa buena, como la del padre o la del tío de Asher. La obediencia inteligente de su madre (las mujeres de la novela muchas veces no entienden pero su fidelidad parece sostener el mundo). La relación permanente con el Misterio. La riqueza intelectual de gentes que manejan cuatro o cinco idiomas, que están al tanto de lo último en política. La santidad de algunos, el valor de la autoridad cuando está unida a la santidad. Pero también las deformaciones propias de la militancia, los claroscuros de una organización que no es ajena a la tentación del poder. El esquematismo de los que se consideran puros.

A través de los ojos de Asher sentimos la calidez de los paisajes del sur de Francia, el ambiente de los barrios de Brooklyn, la pasión por Picasso y por todo el arte contemporáneo, la búsqueda de fuentes creativas. Con Asher rezamos sinceramente al Señor del Universo, sentimos lo que supone bailar con la Torá en una celebración o el amor por la mujer y por los hijos. Y con Asher revivimos, sobre todo, la gran perplejidad del hombre moderno que se siente dividido. Afirma al Señor del Universo, pero su inefable Misterio le parece contradictorio y enemigo de los dones recibidos. La urgencia y la necesidad de expresarse parecen oponerse a la voluntad de Dios en un enigma –este sí– irresoluble. Asher no quiere dejar de ser él mismo. Pero irremediablemente se ve como un Abraham al que se le pide el mayor sacrificio sin que aparezca un ángel que detenga su mano en el último momento. De hecho, solo entrega lo que se le pide porque no le queda más remedio. Es un Abraham sin tierra prometida. El rabino Potok se hace así, con una lealtad que es muy de agradecer y que por desgracia no es frecuente en el campo católico, la gran pregunta: ¿pero puede ser realmente humano, estético, pictórico, el acto de fe? No conviene responder con prisa. Todos somos Asher Lev.

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