Rusia necesita a Dostoyevski
Cuando Dostoyevski publicó Los hermanos Karamazov, sus contemporáneos calificaron la obra de “perversión monstruosa” porque había osado poner delante de los ojos del inocente lector escenas de crueldad inaudita: un niño devorado por una manada de perros, otro crucificado… Se trataba de episodios inspirados en los periódicos.
Pero Dostoyevski ni fue un maestro del realismo porque mostrara escenas morbosamente crueles sino porque consiguió atravesar la alienación con que fácilmente nos defendemos de aquello que, al turbarnos, nos plantea preguntas incómodas.
El Papa Francisco ha comenzado la Cuaresma pidiéndonos reflexionar sobre la “globalización de la indiferencia”, y afirmando que se trata de “un malestar que tenemos que afrontar como cristianos”. Pero incluso ahora, ante las atroces imágenes del martirio de tantos hermanos, nos cuesta dejarnos herir por la crueldad de la que somos capaces, una crueldad que grita diariamente pero ante la cual siempre tendemos a taparnos los oídos.
El Papa ya lo dijo en agosto, haciéndonos caer en la cuenta de que la tercera guerra mundial ya está en marcha, e invitándonos a “detenernos y pensar un poco en el nivel de crueldad a que hemos llegado. Nos debería espantar”. La guerra que desde hace meses se está librando en Ucrania ha generado en Rusia un fenómeno cada vez más palpable: es un tabú. De Ucrania no se habla, ni se puede ni se debe. Atrincherados en un mar de excusas (nunca sabremos la verdad, la política es un juego demasiado sucio) que no eximen a la decisión de no mirar lo que sucede de unas consecuencias cada vez más graves. La tensión en las relaciones es altísima, en todas partes se percibe un odio evidente, se tiene pavor a la verdad. El corazón está adormilado, y solo despierta –hallándose entonces en una pesadilla– si lo tocan directamente. Por la muerte de un conocido, por ejemplo, que –nadie lo sabía– se encontraba en Ucrania. Pero, en cualquier caso, es mejor callar, no profundizar, porque podríamos hacernos demasiado daño.
No digo que toda la sociedad rusa esté anestesiada, por supuesto, siempre hay alguien despierto, alguien que sufre, pero el porcentaje es mínimo. Cuando más tiempo pasa, más difícil resulta abrir los ojos; habría que perdonar un silencio ya demasiado largo. Las excepciones a esta dinámica de “indiferencia globalizada” y, al menos aquí, fuertemente cínica, son muy pocas.
Por una parte, la guerra de la información se mantiene en todos los frentes, pero entre cómo se cuentan los acontecimientos en Rusia y en Ucrania existe una diferencia sustancial: en ucrania se trata de hacer que lo que sucede se vea, y por eso se emite todo lo posible en directo. El hecho es que allí la guerra es de verdad y la ficción no puede vencer. En Ucrania ha hecho su aparición la realidad, todo lo cruda, violenta, enferma y contradictoria que se quiera, pero real, y por tanto capaz de despertar el corazón.
En Rusia, por el contrario, el directo se censura, se impide totalmente o se confunde a sabiendas (algunos canales dan lugar a pensar que estamos en una dictadura, pero todos saben que son los “enemigos de la Patria”), se crea ad hoc, solo se muestra con ocasión de eventos seleccionados con objetivos muy precisos. Pero la realidad –esa tan banal como verdadera, la que duele como un puñetazo en la cara– no la muestran. De hecho, de esta guerra ya solo hablan las radios y televisiones, y como si se tratara de una película: ciudades destruidas, desplazados, soldados en el frente, heridos, muertos… palabras pronunciadas con sarcasmo, tanto que si alguien, tímidamente, se atreve a formular alguna pregunta (protegido por el anonimato de una transmisión radiofónica) se encuentra con que su interlocutor se echa a reír en su cara.
Necesitamos el realismo de Dostoyevski, dejarnos sacudir por la realidad tal como es para llegar a descubrir, en su profundidad, a Aquel que la hace. Pero no lo descubriremos si no damos crédito al malestar de nuestro corazón, si no volvemos a caer en la cuenta de que necesitamos urgentemente ser salvados.