Una Europa sin hijos y sin familia es una Europa sin futuro
El Papa Francisco el pasado 25 de noviembre pronunció un sugestivo discurso en la sede del Parlamento Europeo, en Estrasburgo, en el que puso de relieve los males que aquejan a la vieja Europa, cuna de la cultura occidental, cuyas lejanas fuentes provienen de Grecia y Roma, de los ambientes celtas, germánicos y eslavos, y del cristianismo que los marcó profundamente. En su discurso no solo hizo un diagnóstico de la situación socio-política del continente sino lo que es mejor, expresó las posibles soluciones.
Habló de la dignidad y centralidad de la persona, de los derechos humanos, del hombre como ser relacional, del reconocimiento del valor de la vida y de su dimensión trascendente, de los principios de solidaridad y subsidiariedad, de la familia, célula fundamental y elemento precioso de toda sociedad, y también de la educación, de la dignidad del trabajo, de la investigación científica, de la defensa del medio ambiente, de la ecología de la naturaleza, de la ecología humana, etc. Todo un rosario de elementos que constituyen la base sobre la que se construyó Europa y que se ha ido diluyendo para dar paso a una Europa distinta y alejada de su pasado identitario.
Me gustaría comentar un par de elementos preocupantes para el futuro de esta Europa irreconocible que tan certeramente ha descrito el Papa. El primero se refiere a la pérdida del sentido del valor de la vida y de la dignidad humana, y el segundo a la inconsciencia en la que parece moverse una Europa inmersa en un invierno demográfico sin precedentes, hasta el punto de convertirse en un continente que le ha dado la espalda a la familia, con un gran déficit de natalidad y con cada vez menos matrimonios y más matrimonios rotos.
En su discurso señaló el papa Francisco que «hoy los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos» [1]. El análisis es certero y lo único que me gustaría añadir es que si se ha llegado a esta situación no es precisamente porque los avances científicos –consecuencia del avance cultural enraizado en Europa– nos hayan llevado a una visión distinta del ser humano. Las razones de este alejamiento del valor de la vida humana hay que buscarla en las corrientes materialistas, y en las ideologías dominantes, como la “ideología de género”, que parecen dominar Europa.
Lo que los avances de la ciencia nos señalan, como no puede ser de otra forma, es que el ser humano no es un ente abstracto o una idea, sino una realidad que existe y tiene una corporeidad desde la fecundación hasta la muerte. Además, nos señala que cada ser humano existe como hombre o como mujer y que –contra lo que sostiene la ideología de género– la dimensión sexuada no es un atributo, un elemento cultural, un concepto abstracto o una opción voluntaria. La masculinidad o feminidad de cada uno es inseparable de cada persona humana por su propia naturaleza biológica –XX o XY– y además es una realidad que adquiere todo su sentido en la necesidad de la complementariedad física y psíquica para la continuidad de la especie y para el desarrollo como personas.
En filosofía hablar de persona significa destacar el carácter único e irrepetible propio de cada vida humana. Es además destacar que toda vida humana es digna de ser vivida por tratarse de una vida personal. Esto es algo que coincide plenamente con los datos de la ciencia, que nos demuestra la singularidad de cada individuo humano, determinada por su identidad genética, establecida en las moléculas del ADN. Hoy, mejor que nunca, sabemos que lo que identifica a un individuo como perteneciente a una especie biológica concreta son las instrucciones específicas contenidas en el ADN de las que dependen sus rasgos biológicos. Para la biología un cigoto o un embrión humano constituye una nueva vida humana, porque ahí está, desde la fusión de los pronúcleos de los gametos masculino y femenino, una información genética específicamente humana que da paso a un nuevo ser que acaba de iniciar su ciclo vital.
Por ello, la pretensión de excluir del concepto de persona, y como consecuencia rebajar sus derechos, a individuos humanos en fase embrionaria o fetal, o segregar a individuos particulares por razón de sexo, edad, facultades físicas o mentales o cualquier otra categoría que se quisiera aplicar, es un grave error, no solo de carácter ideológico, sino fundamentalmente biológico. A este respecto señalaba María Dolres Vila-Coro [2], que «el uso del término persona desvinculado de individuo de la especie humana, ha dado lugar a que no se defina con propiedad lo que es persona» y añadía que la mejor definición es la que propuso Boecio: «sustancia individual de naturaleza racional».
Para un biólogo, un científico, resulta enigmática la negación de la dignidad de la persona humana y de los derechos que se le deben reconocer a un individuo humano en la etapa inicial de su desarrollo o a personas que temporalmente hubieran perdido la conciencia de sí mismos. Por muy incipiente, dependiente o precaria que sea la existencia, no es necesario que la racionalidad o cualquier otra propiedad del ser humano esté presente en acto, es suficiente con que esté presente en potencia. Es discriminatorio considerar que para ser persona hay que gozar de plenas capacidades mentales. Como señalaba Vila-Coro: «un individuo no es persona porque se manifiesten sus capacidades, sino al contrario, éstas se manifiestan porque es persona: el obrar sigue al ser; todos los seres actúan según su naturaleza». A este respecto sentencia el Papa Francisco que «promover la dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos inalienables, de los cuales no puede ser privada arbitrariamente por nadie y, menos aún, en beneficio de intereses económicos».
Respecto al segundo elemento, el envejecimiento de la población y el invierno demográfico al que se ve abocada Europa, hay que enfocarlo desde la pérdida del auténtico sentido de la familia. Nos recuerda el papa Francisco que «la familia unida, fértil e indisoluble trae consigo los elementos fundamentales para dar esperanza al futuro». Sin embargo, en la Europa actual, marcada por el individualismo y la cultura del yo, ocurre que siendo la familia una institución necesaria –siempre la más valorada en cualquier tipo de encuestas–, está siendo objeto de ataques bajo la injustificada suposición de que es una institución obsoleta que coarta la libertad de las personas. Se extiende la idea de que la familia es simplemente un espacio vital, un conjunto de individualidades cuyas relaciones son circunstanciales y sometidas a intereses más de carácter material que espiritual. Todo esto es un grave error con consecuencias para el futuro de nuestras sociedades. Es importante volver a decir que la familia es el lugar natural en el que el hombre viene a la vida y aprende a ser humano; es una escuela de humanidad; es el entorno natural en que cada persona desarrolla su formación intelectual y moral. Es además una comunidad en la que tanto los padres como los hijos crecen en el afecto y los más pequeños reciben las primeras instrucciones y se educan para ser miembros útiles para la sociedad. Lo propio de la familia es el amor entre todos sus miembros, que se traduce en el desvelo por los hijos o por los abuelos, los dos polos de la vida, incluso con privaciones por parte de los padres, todo lo que tiene un significado también en términos biológicos al ser fundamento de la eficacia biológica de la especie.
Hace unas semanas los responsables del Instituto de Política Familiar de España, Eduardo Hertfelder, y Mariano Martínez-Aedo, presentaron, primero en Bruselas y luego en Madrid, el informe sobre la “Evolución de la Familia en Europa 2014”. Se trata de un exhaustivo y riguroso análisis acompañado de numerosas estadísticas sobre los principales parámetros de natalidad, nupcialidad, hogares, conciliación de la vida laboral y familiar, etc en la Europa de 2014, y su evolución en las últimas décadas. Independientemente de los datos, que quien lo desee puede analizar en el informe publicado en la web del IPF de España, se concluye que se está produciendo la inversión de la pirámide poblacional; que hay ya más personas mayores de 65 años que jóvenes menores de 15 en Europa; que el descenso de la nupcialidad y el crecimiento de la ruptura familiar se convierten en uno de los principales problemas de las familias europeas; que la conciliación de la vida familiar y laboral es insuficiente y es una de las asignaturas pendientes en Europa; que los problemas de la familia se están agravando y el panorama futuro es desolador.
En el informe se constata que Europa está inmersa en un invierno demográfico sin precedentes. Es evidente que un continente sin hijos y sin familia es un continente sin futuro.
Esta es la cruda realidad sobre la que el papa Francisco ha tratado de remover la conciencia moral de los europarlamentarios y de todos los que influyen en las corrientes sociales, políticas y económicas de Europa. Pero el mensaje del Papa no fue solo un diagnóstico de una situación social y política de «una Europa atemorizada y replegada sobre sí misma», sino también una propuesta de soluciones basadas en el humanismo cristiano y cargada de esperanza hacia el futuro para «construir juntos una Europa que no gire en torno a la economía, sino a la sacralidad de la persona humana». A propósito de la familia el Papa señaló que «dar esperanza a Europa no significa sólo reconocer la centralidad de la persona humana, sino que implica también favorecer sus cualidades. Se trata por eso de invertir en ella y en todos los ámbitos en los que sus talentos se forman y dan fruto. El primer ámbito es seguramente el de la educación, a partir de la familia, célula fundamental y elemento precioso de toda sociedad. La familia unida, fértil e indisoluble trae consigo los elementos fundamentales para dar esperanza al futuro».
[1] Discurso del Santo Padre Francisco al Parlamento Europeo. Estrasburgo, martes 25 de noviembre de 2014
[2] M.D. Vila-Coro. La vida humana en la encrucijada. Pensar la Bioética. Ediciones Encuentro, Madrid. 312 págs. (2010)