El camino avanza, pero Pedro sigue siendo la espina
El abrazo entre el papa Francisco y el patriarca ortodoxo Bartolomé, y la inclinación del primero para que le bendijese el segundo, marcarán la memoria del reciente viaje del Papa a Turquía. Y junto a esas imágenes, las palabras de Francisco en las que aseguraba a sus interlocutores ortodoxos que para el restablecimiento de la plena comunión “la Iglesia Católica no pretende imponer ninguna exigencia, salvo la profesión de fe común, y que estamos dispuestos a buscar juntos, a la luz de la enseñanza de la Escritura y la experiencia del primer milenio, las modalidades con las que se garantice la necesaria unidad de la Iglesia en las actuales circunstancias”.
Es importante sorprender la continuidad de estos gestos y palabras con los realizados por los predecesores de Francisco desde hace cincuenta años. Pablo VI aseguró personalmente al patriarca Atenágoras que no pretendía defender “ninguna cuestión de prestigio, de primado, que no sea el establecido por Cristo… absolutamente nada que trate de honores o de privilegios, veamos lo que Cristo nos pide y cada uno toma su posición”. Después, Juan Pablo II proclamó en la encíclica Ut Unum Sint su disposición a buscar juntos, a la luz de la enseñanza de la Escritura y la experiencia del primer milenio, una modalidad de ejercicio del primado de Pedro que sea aceptable para todos y sirva para garantizar la necesaria unidad de la Iglesia. Y Benedicto XVI sostenía que no habría que pedir a los hermanos ortodoxos más de lo que regía en la Iglesia del primer milenio. Francisco, con su fuerza expresiva singular, se sitúa en esa senda.
“Lo único que la Iglesia católica desea, y que yo busco como obispo de Roma, «la Iglesia que preside en la caridad», es la comunión con las Iglesias ortodoxas. Dicha comunión será siempre fruto del amor que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado”. Sabemos que desde el día de su elección Francisco contempla ese horizonte ardientemente deseado, y que procura con delicadeza que sus gestos y palabras lo transmitan cálidamente, porque en Oriente la desconfianza de siglos hacia la sede de Roma es un problema aún mayor que las discrepancias teológicas. Por eso dijo a Bartolomé que “encontrarnos, mirar el rostro el uno del otro, intercambiar el abrazo de paz, orar unos por otros, son dimensiones esenciales de ese camino hacia el restablecimiento de la plena comunión a la que tendemos. Todo esto precede y acompaña constantemente esa otra dimensión esencial de dicho camino, que es el diálogo teológico. Un verdadero diálogo es siempre un encuentro entre personas con un nombre, un rostro, una historia, y no sólo un intercambio de ideas”.
Ahora bien, al final siempre nos topamos con la espinosa cuestión del primado, como se ha venido comprobando en los sucesivos diálogos teológicos entre católicos y ortodoxos. Incluso si partimos de la posición expresada por Joseph Ratzinger (no pretender nada distinto a lo que regía en la Iglesia del primer milenio) no resulta fácil para las diversas sensibilidades de la Ortodoxia aceptar que ese servicio encomendado por Jesús al apóstol Pedro y a sus sucesores sea algo más que un primado de honor. Ni siquiera hay acuerdo sobre lo que significó en aquel primer milenio, que lejos de ser idílico contempló innumerables disputas. Retomando una fórmula acuñada por los Padres de la Iglesia y grata a los oídos orientales, Francisco ha subrayado en Estambul la vocación de la Iglesia de Roma de ser “la que preside en la caridad”. Pero como advertía con agudeza el papa Ratzinger “presidir en la doctrina y presidir en el amor deben ser una sola cosa: toda la doctrina de la Iglesia, en resumidas cuentas, conduce al amor”.
La pregunta seria que aquí se plantea es si un primado desprovisto de potestad doctrinal y jurídica podría realmente servir para aquello que el Señor encargó al pescador de Galilea, cuando tenía aún fresca su triple negación: ser la piedra que asegure la unidad de la Iglesia en medio de los avatares de la historia. La respuesta que toda la tradición católica ha ofrecido al respecto es tajante: la función de asegurar la comunión sería ilusoria si el obispo de Roma se viese privado del poder y la autoridad que le son propios. Esto no significa que no exista margen para perfilar y profundizar la comprensión del primado, como de hecho viene haciendo la Iglesia católica, despojándolo de gangas, oropeles y pretensiones abusivas. Pero aun así, la misión de Pedro permanece como una espina. Si en el campo católico el camino emprendido con Juan XXIII ha permitido dibujar una nueva fisonomía del papado, mucho más apta para el camino hacia la unidad, se echa en falta un camino inverso en el campo ortodoxo, que reconozca la pérdida que ha supuesto para el Oriente cristiano la ruptura del vínculo con el sucesor de Pedro. Y pienso que mientras eso no se dé, habremos de proseguir pacientemente y sin atajos el camino.
Ha sido mucho y muy bello lo ya recorrido, y no dudo que este viaje de Francisco nos acerca a la ansiada meta, pero sería ingenuo y aun peligroso medir lo que nos falta o suponer que está simplemente al alcance de la mano tras las palabras pronunciadas por el Papa. El propio Francisco ha dado la clave que nos permite seguir con alegría: que la fuente de esta tarea está más allá de nuestros compromisos y esfuerzos, está en la común confianza en la fidelidad de Dios, que pone el fundamento para la reconstrucción de su templo que es la Iglesia…. Por eso “qué gracia –y qué responsabilidad– poder caminar juntos en esta esperanza, sostenidos por la intercesión de los santos hermanos, los apóstoles Andrés y Pedro. Y saber que esta esperanza común no defrauda, porque no se funda en nosotros y nuestras pobres fuerzas, sino en la fidelidad de Dios”.