Ser amados y amar para siempre

Mundo · Angelo Scola
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29 septiembre 2014
Cuando se habla de amor, matrimonio y familia, entre los “fundamentos” de la experiencia común más “damnificados” por el profundo movimiento de transformación que está sacudiendo este doloroso inicio del tercer milenio, se tiende a ignorar un dato decisivo. Sin embargo es algo que cualquier hombre o mujer, sea cual sea su visión de la vida, reconoce con sencillez: queremos ser amados auténticamente y para siempre para poder amar nuestra vida. Esta exigencia no puede ser arrancada del corazón del hombre, ni siquiera por el radical cambio de costumbres que se está produciendo.

Cuando se habla de amor, matrimonio y familia, entre los “fundamentos” de la experiencia común más “damnificados” por el profundo movimiento de transformación que está sacudiendo este doloroso inicio del tercer milenio, se tiende a ignorar un dato decisivo. Sin embargo es algo que cualquier hombre o mujer, sea cual sea su visión de la vida, reconoce con sencillez: queremos ser amados auténticamente y para siempre para poder amar nuestra vida. Esta exigencia no puede ser arrancada del corazón del hombre, ni siquiera por el radical cambio de costumbres que se está produciendo.

Está a la vista de todos: los jóvenes posponen cada vez más el matrimonio y, una vez casados, retrasan su paternidad, y la causa no es solo la crisis económica. Luego cuando deciden ser padres, con el reloj biológico atrasado, recurren cada vez más a las técnicas de fecundación asistida, no exentas de problematicidad. Aún más: las llamadas “uniones de hecho”, de cualquier tipo, reivindican un reconocimiento social y jurídico, pero también moral. Ya no hay una imagen unívoca del matrimonio, ni de la familia, y estamos asistiendo a una paradoja: por una parte, el matrimonio parece perder cada vez más apoyos en favor de la convivencia entre hombre y mujer; por otra, cada vez es más fragorosamente reivindicado por las parejas del mismo sexo.

El elenco de datos de hecho podría ser mucho más largo. Aunque, para ser objetivos, hay que reconocer que siguen siendo numerosas las experiencia sólidas de vida matrimonial y familiar, fieles y abiertas a la vida.

Si la fascinación del “para siempre” sigue siendo inextirpable, esta meta se presenta y percibe como una fortuna que les toca a unos pocos, y el divorcio se ofrece como una medida preventiva. Hasta el punto de que no pocas veces se cae en el escepticismo como única posición “realista” frente al deseo de amar y ser amados. Un escepticismo que, si bien no consigue acallar el “ojalá fuese así”, inevitablemente termina diciendo: “es imposible”.

Todo esto sucede.

Y la Iglesia se ocupa de ello. No puede no hacerlo: somos discípulos de un Dios encarnado que, por amor, se inmiscuyó en nuestra historia humana hasta dar la vida por cada uno de nosotros. Esta pasión por el hombre, que pertenece al ADN de la Iglesia, ha animado al Papa a convocar hasta dos asambleas sinodales sobre la familia: una extraordinaria, que se inaugurará el próximo 5 de octubre, y otra ordinaria en 2015.

El trabajo preparatorio capilar (ha habido recogida de opiniones, reflexiones, testimonios en las diócesis de todo el mundo) ha sacado a la luz una marcada desviación entre lo que la Iglesia enseña y lo que los fieles practican. Pero el problema no es solo, ni sobre todo, de coherencia moral. Si así fuese, no habría nada nuevo.

No se trata de trazar los límites entre lo permitido y lo prohibido, sino sobre todo de volver a poner en el centro las razones de la enseñanza de la Iglesia, que se fundamente sobre el designio original de Dios, y preguntarse cuál es su conveniencia humana. No basta (de hecho suele ser contraproducente) con que los padres y educadores presenten a sus hijos la lista de prohibiciones para los hijos se convenzan de la bondad de sus indicaciones y las sigan. Hay que dar las razones y documentar su conveniencia.

La Iglesia no es una madre sombría que, frente a las preguntas de sus hijos, levanta una barrera de noes. Su propuesta, también en materia de amor, matrimonio y familia, encierra en sí misma el gran sí de Dios a la humanidad. Sí al bien de la diferencia sexual que se abre al otro. Sí a un amor que, para ser en cuerpo y alma y para siempre, se hace fecundo en el don de la vida acompañada por un paciente trabajo de educación. Para indicar sintéticamente estos bienes irrenunciables yo suelo tomar prestado de la sabiduría bíblica la expresión “amor hermoso”.

Proponerlo a los hombres y mujeres de hoy significa ofrecerles una gran oportunidad de realización para sí mismos (“en el camino en común del matrimonio el hombre tiene la misión de ayudar a su mujer a ser mejor mujer, y la mujer tiene la misión de ayudar a su marido a ser mejor hombre”, ha dicho recientemente el Papa Francisco), además de un bien para toda la sociedad.

Un bien arduo, es cierto. Un bien que ante todo hay que testimoniar confrontándose cordialmente con el nuevo contexto cultural sin cerrazón, pero también sin reticencias ni timidez.

Publicado en Ilsole24ore

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