Estrasburgo en la periferia

Mundo · José Luis Restán
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17 septiembre 2014
Hace unos meses le hicieron notar a Francisco que, hasta ahora, apenas había hablado de Europa, un tema capital en el magisterio de sus predecesores. Con una de sus típicas chanzas, el Papa respondió: “¿acaso me habéis oído hablar mucho de Asia o de África?... Esperad, ya hablaré de Europa”. Pues bien, parece que la ocasión ha llegado, porque el próximo 25 de noviembre el Obispo de Roma tomará la palabra ante el pleno del Parlamento Europeo en Estrasburgo.

Hace unos meses le hicieron notar a Francisco que, hasta ahora, apenas había hablado de Europa, un tema capital en el magisterio de sus predecesores. Con una de sus típicas chanzas, el Papa respondió: “¿acaso me habéis oído hablar mucho de Asia o de África?… Esperad, ya hablaré de Europa”. Pues bien, parece que la ocasión ha llegado, porque el próximo 25 de noviembre el Obispo de Roma tomará la palabra ante el pleno del Parlamento Europeo en Estrasburgo.

Aún recuerdo vivamente el histórico discurso de Juan Pablo II ante los europarlamentarios, en octubre de 1988. Recuerdo las palabras y los gestos, porque yo estaba allí junto con un nutrido grupo de aguerridos compañeros que habíamos llegado la noche anterior a la capital alsaciana. Habíamos atravesado Francia en autobús, sin parar, conscientes del momento único en la historia que nos tocaba vivir. Para entonces el Telón de Acero había comenzado a agrietarse irreversiblemente, y casi todos reconocían en Karol Wojtyla al profeta de ese cambio histórico, no sólo por su papel de impulsor y catalizador, sino porque sólo él tenía una mirada capaz de alumbrar lo desconocido que estaba a punto de abrirse paso.

Curiosamente Benedicto XVI no pudo vivir un momento semejante. El Papa de los discursos en el Bundestag, Los Bernardinos de París y Westminster Hall, nunca fue invitado al Parlamento Europeo, a pesar de los intentos (que me constan) desplegados por la diplomacia vaticana. Han tenido que pasar veintiséis años para que un Papa vuelva a ser recibido en esa sede, pero bien está. El momento que espera a Francisco dista mucho de la épica de finales de los ochenta, pero no es ni más fácil ni más tranquilo. El idealismo de aquellos días (que ahora nos parece, con razón, algo unilateral) se ha trocado en escepticismo. La Unión atraviesa una de sus crisis más profundas: afloran los antiguos populismos con una piel nueva; las libertades reales de personas, familias y comunidades se ven mermadas por la prepotencia de los Estados; el individualismo es la otra cara de una globalización sin rostro… y en la frontera oriental suenan tambores de guerra.

La Europa que quiso prescindir de sus raíces cristianas en su primera Constitución no ha encontrado una nueva síntesis cultural que le permita continuar el camino con nuevas fuerzas. Pero la verdad es que en pocos sitios como en la Sede del apóstol Pedro se ha creído contra viento y marea en que este proceso iniciado tras la II Guerra Mundial sigue mereciendo la pena. El Papa llegado de la periferia geográfica (según los parámetros de un mundo eurocéntrico) viaja ahora a la periferia espiritual más desafiante para la misión de la Iglesia hoy. Paradojas de la vida, va a tocarle al primer pontífice llegado del otro lado del Atlántico decir una palabra que pueda romper el cerco de esta cacofonía que es la Europa de 2014. Y quizás sea providencial que alguien como Jorge Bergoglio, que ha recibido a través de su familia la savia benéfica de Europa, pero cuya cultura no está marcada por sus últimas enfermedades, sea llamado a descolocar, sorprender y provocar a los diputados de Estrasburgo.

Que conste que no me hago ilusiones. Este Parlamento está mucho más escorado al laicismo, y es pasto de los lobbys de la ideología de género y de los nuevos derechos, mucho más que aquel que recibió a Juan Pablo II en 1988. Aunque en esta ocasión no se levante vociferante contra el Papa el pastor Ian Pasley, que Dios tenga en su gloria. Y la sensación depresiva y vacilante que hoy planea, tiene poco que ver con aquella fiesta de la libertad que entonces apuntaba. Aun así, las grandes crisis pueden ofrecer el flanco necesario para que entre algo nuevo, y desde luego Francisco sabe aprovechar las oportunidades. En todo caso, el Papa no hablará sólo a los europarlamentarios sino a los hombres y mujeres del viejo continente, con su cansancio y su esperanza. Y seguramente no lo hará con la sola fuerza de su atractivo personal, sino con “otra cosa”.

“Esperad, ya hablaré de Europa”. Pues el momento ha llegado. En un momento como este hace falta entender que allí no tomará la palabra el líder de una institución, una prestigiosa figura moral, o el jefe de un Estado tan simbólico como microscópico. Allí estará el apóstol Pedro, sin oro ni plata, con la única sabiduría de Cristo crucificado. Y con él iremos todos nosotros, el pueblo de los cristianos. Que por cierto, formamos parte con pleno derecho de esta Europa aturdida y sin embargo deseosa, que sería irreconocible sin dos mil años de fe vivida y entregada. Y no pensamos abandonar el campo.

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