El desconcierto del hombre europeo
Todo lo que está sucediendo, aun con connotaciones bastante distintas, en Iraq, en Siria, pero también en Ucrania, en Afganistán y en Libia, constituye para el hombre europeo una puesta en cuestión radical. Las noticias y sobre todo las imágenes –pensemos en el obsceno y horrible video de la decapitación de James Foley– que nos llegan de esas tierras han derribado la barrera de miedo mezclado con indiferencias detrás de la cual nuestra cansada Europa se estaba defendiendo, dejando emerger un dramático desconcierto.
Un descubrimiento doloroso y desestabilizador, sin duda, pero también un posible punto de partida para un sano retorno a la realidad, como señala Galli della Loggia, pero sin falsas divisiones entre realidad y pensamiento. La reflexión europea, de hecho, lo ha aclarado definitivamente: no existe pensamiento que no sea pensamiento de la realidad, y no existe realidad que no sea pensada. Dicho esto, claro que no estamos a salvo del riesgo de la abstracción, de la separación que termina por sustituir la realidad con una imagen que nos hacemos de ella, cayendo así en la ideología. Pero la realidad es testaruda: al final siempre se impone, y si se la ignora tiende a hacerlo de forma violenta.
Entonces, ¿cómo hacer fecundo ese desconcierto? Ante todo no evitando continuamente cuestiones decisivas que en cambio hay que afrontar. El hombre europeo no puede acomodarse en su finitud pusilánime, ignorando el hecho de que el planeta ahora está hiperconectado o haciéndose la ilusión de que Europa ha adquirido el estatus de una zona franca, a la que no afectan las circunstancias históricas, ni siquiera en su dimensión maligna o sombría. Es un camino arriesgado, pero el riesgo forma parte de la libertad, y activa la posibilidad de tener que pagar personalmente.
Una primera cuestión decisiva. Si por una parte nos cuesta mantener unidas la diversidad, por otra para vivir y convivir necesitamos un criterio unificador. Lo identifica muy bien san Juan Pablo II en su magistral y siempre actual discurso del 2 de junio de 1980 en la Unesco a propósito de la cultura: ´Genus humanum arte et ratione vivit´ (Santo Tomás). El Papa afirma que en la interpretación de santo Tomás la cultura es una característica de la vida humana como tal: “La cultura es un modo específico del existir y del ser del hombre” y determina “el carácter inter-humano y social de la existencia humana. En la unidad de la cultura como modo propio de la existencia humana, hunde sus raíces al mismo tiempo la pluralidad de culturas (…). El hombre se desarrolla en esta pluralidad, sin perder, sin embargo, el contacto esencial con la unidad de la cultura”.
Si bien interpretado este criterio no tiene nada de políticamente correcto, no tiene la intención de salvar ni a unos ni a otros, no quiere ni puede estructuralmente esconder la diferencia radical, esa a la que nos obliga la confrontación con realidades como el Isis y todos los fundamentalismos integristas y, en un plano completamente distinto, con realidades trágicas como el estallido del ébola.
Aquí se abre la segunda cuestión igualmente inaplazable y objeto de una defenestración aún más peligrosa. Dicho en pocas palabras: cuando las preguntas relativas a la relación cultura-culturas se hacen radicales, el principio de realidad hace aflorar inexorablemente la dimensión por naturaleza “religiosa” de la existencia humana. Es imposible separar la vida personal y social de los interrogantes últimos. Por otro lado, estos se ponen de manifiesto cotidianamente en la necesidad-deseo de todo hombre de ser amado definitivamente para poder amar definitivamente, igual que la pregunta inevitable sobre el sentido del trabajo o la importancia del reposo, un ámbito de educación permanente en la perspectiva de la muerte y de su superación, lo más sereno posible. Sin estos factores las cuestiones de los derechos y los deberes, de las leyes, en una palabra de una justicia social fundada sobre libertades realizadas, suelen quedarse en humo. Todo hombre es religioso porque ningún hombre puede evitar, aunque formalmente los niegue, estos interrogantes.
Es verdad que el hombre europeo ya ha dejado a sus espaldas la teoría secularista del advenimiento de un “mundo puramente mundano” y acoge o por lo menos soporta cualquier forma de sacralidad, incluso salvaje. Sin embargo, cada vez está más difundida la convicción de que las religiones son al mismo tiempo todas distintas y todas iguales. Nacida de un concepto equívoco de libertad religiosa, esta posición trata a la religión como un género del que cada religión particular sería una especie. Y cuando esta especie no queda subordinada al género, y por tanto sustancialmente no se deja relegar en una suerte de reserva indiana, entonces se haría violenta y peligrosa. No en vano cada vez está más difundida la tesis de que las tres grandes religiones monoteístas, en tanto en cuanto no renuncian a plantear en términos absolutos la relación entre verdad y libertad, serían por naturaleza generadoras de violencia.
Este es un síntoma sorprendente de la pérdida del principio de realidad, precisamente porque ya no ve que la relación diversidad-unidad, culturas-cultura es insuperable. Las religiones no son especies, en el fondo intercambiables, de un único género sino la modalidad con que en la historia de la humanidad se concreta la relación con Dios. Su “pretensión” de universalidad pasa mediante la singularidad histórica de todas sus expresiones. Sin entender esto, el diálogo entre las religiones y las diversas visiones del mundo se hace imposible. Sobre todo, nunca se encontrará el antídoto contra el veneno de interpretaciones y prácticas violentas e integristas de las mismas. Esto vale también para el islam. Pero por esta misma razón, a lo largo de la historia no se han conseguido impedir los integrismos, fundamentalismos y violencias, ni siquiera en el seno del cristianismo.