Diario de un caminante a Santiago

Portomarín (15-07-2014)

España · José Manuel de Torres
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29 julio 2014
Del albergue del monasterio salimos con precaución, con los deberes del estiramiento bien hechos. Aun así, los primeros kilómetros del día cuestan un potosí y se resienten las articulaciones de las piernas, sobre todo las dos rodillas en las bajadas pronunciadas. Atravesamos campos de maíz y, enseguida, siguiendo el curso del ferrocarril, nos sumergimos de nuevo en la penumbra de las corredoiras, esta vez de piedra granítica, destinadas a encauzar el correr del agua “cando chove”. El caminante no sabe si pesa más su sombra o su mochila

Portomarín (15-07-2014)

Del albergue del monasterio salimos con precaución, con los deberes del estiramiento bien hechos. Aun así, los primeros kilómetros del día cuestan un potosí y se resienten las articulaciones de las piernas, sobre todo las dos rodillas en las bajadas pronunciadas. Atravesamos campos de maíz y, enseguida, siguiendo el curso del ferrocarril, nos sumergimos de nuevo en la penumbra de las corredoiras, esta vez de piedra granítica, destinadas a encauzar el correr del agua “cando chove”. Y el corazón palpita de deseo de ser también naturaleza inmóvil pero cierta, sonora al viento. La umbría nos lleva de la mano, la sombra nos antecede. Se trata sólo de andar, de dar un paso más y luego otro, y luego otro, y otro más después, de olvidar el dolor u ofrecerlo al Todopoderoso que nos permite andar por el sendero. A veces, fija la vista en el suelo por el esfuerzo y el cansancio, al caminante le parece que los kilómetros se suceden lentamente entre los mojones de la Diputación de Lugo repintados por la desidia, el burzoneo y el aburrimiento de algunos. Al comenzar la etapa en Sarria eran 111 los kilómetros marcados en el hito de piedra, 24 kilómetros después las largas seis horas de camino al peregrino le semejan apenas un pestañeo. El camino enseña muchas cosas, no todas verdaderas. Enseña, por ejemplo, que la vida y la muerte conviven indiferentes y se entremezclan y entrelazan curiosas la una de la otra. Así, los cementerios recoletos cercan las iglesias y las ermitas románicas en busca de la eternidad: muertos en pos de la trascendencia y la vida del mundo futuro, amén. Pero también el viajero descubre este juego a vida o muerte en cada uno de los pequeños animales, mariposas, pájaros, babosas, etc., cuya vida pende de un mal pisotón o de un mal cálculo, y cuyos cuerpocillos ha ido descubriendo con cierto pesar por el camino. También las cruces en homenaje a los peregrinos caídos “en acción” recuerdan que un instante todo lo cambia (para mal o para bien, quién sabe). Aunque el Camino busca ir más allá de las estrellas -Compostela,  “campo das estrelas”-, y encontrar la luz, la vida, la eternidad, para otros muchos, sin embargo, la meta finalmente es el propio camino. El caminante desea con todas sus fuerzas que éste último no sea su caso y aprieta el paso ensimismado en estos pensamientos sobrecogedores.

Se trata de sufrir, de subir y bajar toboganes entre árboles fantasmas que aparecen y desaparecen por doquier. Primero los castaños, después los rebollares y las carballeiras, más tarde los pinos. Y entonces el olor a boñiga de vaca, profundo e hiriente, se adueña de las fosas nasales y mezcla su hedor con el de los pastos recién cosechados y el sudor del caminante. Imposible describir con palabras la sensación nauseabunda que a veces llena los pulmones del peregrino y le va apagando el alma. Y así, sin darnos cuenta, vamos dejando atrás las pequeñas aldeas, mojones de un camino que cruza Barbadelo o, más adelante, Ferreiros, cambiando primero de Concello y luego de Parroquia, como Dios manda. La vida tradicional, las vacas, los aperos de labranza (ahora modernas cosechadoras), la paja y el heno, los negros cuervos acechantes con sus graznidos y los perros pastores (alemanes ahora) que encontramos por entre las aldeas se mantienen impasibles al paso del tiempo y de los peregrinos. Sí, para algunos la meta es el camino. Abundan así grupos de muchachos que se toman la jornada como esparcimiento o puro ejercicio físico y que rompen la integridad de la sinfonía vegetal con sus rebuznos bacaladeros emitidos con el móvil o, cuando la batería se agota, con canciones picantes que avergüenzan el ser. El peregrino espiritual huye de ellos y retrasa un poco su paso o con esfuerzo los adelanta, si ha lugar, para evitar la coincidencia en el sendero. Nosotros hacemos lo que podemos, pero la verdad es que son muchos y cabecean por varios kilómetros hasta que dejamos de oír sus cencerros. Las rodillas duelen y las piernas se resienten a cada paso. Parece imposible, pero como ya se ha dicho, siempre (casi siempre) se logra dar un paso más. Visto así, el Camino es como una metáfora increíble de la vida. Unos trotan sin rumbo siguiendo apenas a la manada. Otros se marcan metas irrealizables. Los más miden sus fuerzas y se concentran en lo posible. El camino es así, como la política, el arte de lo posible de cada uno. Y es que, al final, el camino pone a cada cual en su sitio y marca los límites sin compasión. Llevar un buen ritmo lo es todo y no desfallecer. Se trata sólo de andar. Pero no sólo, también se trata de vivir.

El camino es la metáfora perfecta de la vida. No todos llegan y algunos caen por la insensatez de no medir bien sus fuerzas. Torceduras, ampollas y tendinitis hacen el resto. Incluso hemos visto abandonarlo por una grave reacción alérgica que inflamaba los pómulos de la cara hasta cerrar casi los párpados a una chica que vino desde Canadá. Sueños destrozados. Los urbanitas, acostumbrados al humo, no logramos respirar bien el heno y las boñigas, y huimos hacia delante en busca de aire más fresco. Hay momentos en que avanzamos rápido, confiando en demasía en nuestras fuerzas, pero al rato éstas abandonan y las piernas se convierten entonces en puñales de dolor. Sólo alcanzado el destino, Portomarín, tras la ducha y el descanso, vuelve la energía al cuerpo y el caminante se pone a escribir desde un mirador espléndido, dominando el agua embalsada del Miño desde las alturas, y feliz de haber alcanzado esta pequeña meta . Y lo celebra con media ración de raxo con gaseosa, “viño do país” y una tarta de manzana que promete delicias y finalmente las cumple. El viajero se confiesa con el papel y escribe lo siguiente: “más que el vino es el paisaje quien me emborracha y reconstituye el cuerpo”. Quizá tanto alcohol haga que el caminante vea y escriba doble: iremos pues él y yo esta tarde a la iglesia, donde habita la luz trascendente de mi camino, para reconstituirnos también el alma. Esta vez la misa será en la fortaleza de San Nicolás, iglesia que fue de la antigua orden de Malta, trasladada piedra a piedra desde el emplazamiento original hoy sumergido por el embalse. El caminante se pone sentimental y recuerda entonces las enseñanzas de su padre. Y cae en una certeza: él fue el primero que le mostró la importancia de marcarse un destino y seguirlo sin desfallecer hasta alcanzarlo. El viajero se pregunta si él sabrá transmitir semejante sabiduría a los suyos. Algunos pormenores que no relatamoas ahora hacen de Portomarín una alegría para el descanso del alma. El peregrino deja en el albergue Ferramenteiro buenos amigos con los que espera no perder el contacto en el futuro.

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