El verdadero milagro del Evangelio según san Mateo
Para comprender el corazón con que Pasolini, hace justo 50 años, afrontó la empresa del Evangelio según san Mateo basta con leer la dedicatoria que el cineasta quiso dirigir al Papa Roncalli cuando falleció: “A la querida, alegre, familiar memoria de Juan XXIII”.
Tres adjetivos contundentes, precisos, sorprendentes por la resonancia humana que siguen suscitando hoy. El Pasolini que había decidido dirigir la que L`Osservatore Romano definió justamente como la película más hermosa hecha nunca sobre la vida de Jesús era un intelectual atraído, lleno de curiosidad, pero también preocupado por no dar lugar a rumor alguno sobre su camino confesional.
Pasolini era un hombre que siempre seguía y tomaba en serio su instinto; y en este caso su instinto, bien cuidado por la amistad con Giuseppe Rossi, fundador de Pro Civitate Christiana, le sugería que era el momento de abordar la figura de Jesús. Se preparó de la manera más puntillosa posible, viajó a Tierra Santa cargado de cámaras. El viaje quería ser una “inspección”, pero Pasolini se dio cuenta de que debía rodar su Evangelio en tierras menos lejanas, que sintiera más suyas. Eligió la región de Basilicata, concretamente Matera, que como él mismo decía “bajo aquel sol ferozmente antiguo” se convirtió en “su” Jerusalén.
Al afrontar el Evangelio, Pasolini no tenía una tesis preconcebida. Le movía la curiosidad, la atracción y al mismo tiempo el ansia de verificar. Al principio trata de mantenerse frío, guardar las distancias. Luego, como contaría Angelo Fantuzzi, un jesuita que se hizo amigo suyo, “tuvo que cambiar de estilo, porque se dio cuenta de que si seguía insistiendo en esa actitud suya programada terminaría siendo un fracaso desde el punto de vista de la realización estética”. Se implicó entonces hasta el punto de confiar a su madre Susanna el papel de María. Para muchos otros papeles llamó a sus amigos: Enzo Siciliano, Giorgio Agamben y Alfonso Gatto como los tres apóstoles; Natalia Ginzburg como María de Betania; Francesco Leonetti como Herodes; Marcello, hermano de Elsa Morante, era José; y no podía faltar, naturalmente, Ninetto Davoli, como pastor. Decisiones sintomáticas de cómo Pasolini percibía que la historia de Jesús tenía que ver con él, cómo sentía aquella historia como algo familiar, por retomar uno de los adjetivos que eligió para dedicar a Juan XXIII.
En cierto modo, Pasolini “sigue” la historia, trata de serle fiel, no por devoción sino para comprender mejor, para que la verificación de la verdad de lo sucedido terminara siendo más creíble, ante todo para sí mismo. Esto genera ese extraordinario equilibrio entre dulzura y dramaticidad, entre énfasis y sobriedad que es el “milagro” de este film.
Habría que contar la historia de la búsqueda del actor que hiciera de Jesús, otra historia venturosa y casual donde Pasolini relata la resistencia de Enrique Irazoqui, un joven anarquista que encontró en Roma buscando apoyo para un sindicato catalán entre los intelectuales italianos “comprometidos”. Fue a llamar también a su puerta y, nada más verlo, Pasolini no tuvo ninguna duda: él era el Jesús que llevaba tiempo buscando.
Personalmente, llevo en mi corazón otra imagen: una foto del rodaje del episodio de la huída a Egipto. Se ve a Pasolini y al fondo la familia con el asno que se acerca hacia la cámara. Siempre me ha impresionado en esta foto la mirada de Pasolini, que no era la de un director atento a controlar que todo sale como está previsto en el guión, sino sobre todo la mirada de un hombre sorprendido por lo que estaba volviendo a suceder delante de sus ojos. La diferencia es sustancial. Y en esa diferencia está la grandeza del Evangelio según san Mateo. Que es una película, pero que es totalmente real.