El cielo protector

Cultura · Yara García
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12 junio 2014
Es necesario adentrarse en las mismísimas entrañas de cada uno de los personajes para poder disfrutar de la obra más aclamada de Paul Bowles. A rasgos generales, es una novela sencilla, bastante dura, que deja a menudo con la respiración entrecortada y a veces algo lenta, adecuada a la cadencia árabe. Sin ningún género de dudas, es una obra inmensamente humana. El grito desgarrador de un afecto es, en realidad, el verdadero protagonista.

´-Sabes, el cielo aquí es muy extraño. Cuando lo miro, a menudo tengo la sensación de que es algo sólido, allá arriba, que nos protege de lo que hay detrás.

Kit se estremeció ligeramente.

-¿De lo que hay detrás?

– Sí (…)

-¿Sabes qué?- dijo él con gran fervor-. Creo que los dos tenemos miedo de lo mismo. Y por la misma razón. Nunca hemos logrado, ninguno de los dos, entrar de lleno en la vida. Estamos agarrados a los márgenes con todas nuestras fuerzas, convencidos de que nos vamos a caer en el próximo bache. ¿No es cierto?´.

Es necesario adentrarse en las mismísimas entrañas de cada uno de los personajes para poder disfrutar de la obra más aclamada de Paul Bowles. A rasgos generales, es una novela sencilla, bastante dura, que deja a menudo con la respiración entrecortada y a veces algo lenta, adecuada a la cadencia árabe. Sin ningún género de dudas, es una obra inmensamente humana. El grito desgarrador de un afecto es, en realidad, el verdadero protagonista. Mas insisto, es necesario ponerse en la piel de Port, incluso de Tunner, y sobre todo de Kit. Si no, es muy fácil caer en una crítica moralista de cada uno de sus actos y desde una ventana cerrada herméticamente, señalar con el dedo que nosotros no hubiéramos sucumbido a tales circunstancias.

Hacia 1947, Port y Kit Moresby, una joven pareja neoyorkina, deciden viajar al norte de África para aventurarse en una expedición por el desierto. Quién sabe si para escapar de la cotidianeidad americana, para alejarse de la aquejada modernidad. Viajan con un amigo, Tunner, personaje que pondrá de manifiesto la exigencia tanto de Port como de Kit de no conformarse con una relación convencional y aburguesada, aunque a menudo parezca estar falta de riesgo y el compromiso sea algo pobre.

Sus múltiples descubrimientos y desventuras son una enredada madeja que a duras penas parece conducir a la calma, mas a medida que se suceden los entresijos parece entreverse un hilo de esperanza. Suspicaz, Bowles no lleva a sus personajes a la tranquilidad, ni a la calma, ni a la lógica ordenación de los hechos. Entonces, ¿de dónde puede surgir la esperanza para el lector cuando el protagonista está aparentemente atrapado en una cultura y una circunstancia completamente hostiles? Sonriendo al título, el cielo y las estrellas son un constante reclamo al infinito, una puerta entreabierta, una bocanada de aire fresco. Entre líneas, me atrevo a dar un paso más y admitirlo: un cielo puede que no baste. Puede que esa esperanza surja de su misma naturaleza, de lo más hondo de sí mismo.

En numerosos renglones, Port, un escritor de espíritu inquieto, muestra de forma familiar y conmovedora el deseo de disfrutar del viaje esperado, de querer mejor a Kit, de “entrar de lleno en la vida”, mas ese deseo se ve a menudo pisoteado, aparcado, olvidado. Constantemente, ese deseo queda reducido a celos, a una inconsciente pretensión, tierna a ojos del espectador. Tunner está algo en la sombra, casi invisible. Pero su presencia no deja indiferente a los Moresby, pues a veces les resulta incómoda, otras les despierta una amable compasión. No obstante, el corazón de Tunner, sin dejar de ser humano, es leal hasta la última línea.

Kit no se deja descubrir hasta pasadas varias páginas. (Sin miedo, no spoilers) No me gustaría desenmascarar algunos de los hechos que más exigen a Kit que se desprenda de casi todo, hasta el punto de poner en duda su dignidad y su necesidad de ser querida. De ser mirada. De seguir siendo Kit. Cuando ha tenido delante gestos de ese amor, le ha costado admitirlo. Ha acusado el tedio a la monotonía del desierto. Otras veces, Kit, agotada en cuerpo y alma, parece sucumbir a la resignación por su ausencia. En otras ocasiones, las lágrimas nos han brindado una dolorosa nostalgia, a menudo mezclada de incomprensión, incluso al borde de la desesperación y otras, aferrada a un recuerdo que trata empecinadamente de hacer presente.

De pronto la vida estaba allí y ella estaba dentro, no la miraba desde una ventana. (…) Caminó con paso ligero, concentrada en aquel sentimiento de dicha que había recuperado. Siempre supo que estaba ahí, detrás de las cosas, pero hacía mucho que había aceptado la ausencia como condición natural de la vida.

La metáfora no era en vano. El grito de afecto es desgarrador y parece diluirse. ¿Qué podría permitir que Kit volviera a tener ganas de vivir? Algo más queda constatado: la soledad acobarda hasta prácticamente paralizar. Incluso cuando las circunstancias son más o menos azarosas, pero al fin y al cabo inevitables, cuando son objetivamente extrañas, dramáticas. Y entonces, en lo más hondo de cada uno está la complejísima decisión de querer seguir viviendo o dejarse vencer. Bowles parece algo desarmado, pero el lector tendrá siempre la última palabra.

-Ah, sí. La vida es asombrosa. Nada ocurre nunca como nos imaginábamos. Aquí lo vemos con mayor claridad: se nos derrumban todos nuestros sistemas filosóficos. En cada esquina tropezamos con lo inesperado.

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