60 años del Vaticano II: historia, Espíritu y diálogo
Cuando Juan XXIII lo convocó, dejando a obispos y cardenales de todo el mundo con la boca abierta, habló de la necesidad de que la Iglesia se actualizara. Sesenta años después, el Concilio Vaticano II tiene que medirse con un vasto movimiento de renovación litúrgica, bíblica, ecuménica y pastoral que, si bien por un lado parece ya adquirido, por otro cuenta con opositores feroces en ciertas franjas de la comunidad eclesial que interpretan los pronunciamientos de los años 1962 a 1965 como una cesión a aquel modernismo que Pío X calificó de herético.
Pero el Concilio devolvió a la experiencia cristiana ciertas dimensiones imprescindibles que no pueden ni deben ignorarse. Empezando por la dimensión histórica. La Iglesia católica ha construido toda su iniciativa, empezando por el Concilio de Trento, en un escenario metahistórico, a base de lógica y principios. Es como si se hubiera arrancado del corazón de la experiencia de la fe la conciencia de que Dios sigue actuando en el tiempo, que la historia es el templo de Dios y que la razón humana está llamada a reconocer siempre –a todas “horas”– la acción del Misterio. La historia no es algo peligroso de lo que haya que defenderse, no es el enemigo del que huir buscando refugio en un fortín teológico donde poder seguir siendo “nosotros”, esperando que “ellos” vuelvan a sentir necesidad de la fe. Todo tiempo es valioso, un tiempo favorable para encontrarse con Cristo y convertirse en seguidor suyo.
El Vaticano II también es sinónimo, por tanto, de Espíritu Santo. La dimensión pneumatológica, tan discutida dentro de la Iglesia, fue la protagonista del Concilio. El Espíritu suscita novedades para reconducir a los hombres hacia la fe de la Iglesia, no hay nada que pueda nacer en la tradición eclesial –movimientos, obras, corrientes de pensamiento– que no verifique su bondad en la capacidad de construir una pertenencia más madura, verdadera y libre. Por tanto, cualquier cosa que suceda en nuestra existencia no solo es un lugar favorable para nuestra conversión, para mirar a Cristo a la cara, sino también una oportunidad, una provocación, para una pertenencia más verdadera y decidida a la historia de bien que Dios ha suscitado en la historia, su pueblo.
Por último, el Concilio dirigió su atención hacia el diálogo, no como signo de debilidad o cesión a las intemperies del mundo, sino como instrumento para crecer en autoconciencia. Yo descubro mejor quién soy solo si me encuentro contigo, solo si te conozco, solo si te abrazo. Historia, Espíritu y Diálogo son las tres directrices que siguen marcando profundamente la vida de la Iglesia. Quien no reconoce el valor metodológico del Concilio, quien no comprende que ese potente acontecimiento eclesial en el que participaron cinco pontífices en diversos niveles devolvió a la vida de la Iglesia el sentido de una aventura que se vive siguiendo a Alguien que está vivo y que resucitó, corre el riesgo de defender tanto el catolicismo –su historia–que llegue a dejar de ser cristiano. Nadie encuentra refugio en la frialdad de una doctrina. Dante, en su Himno a la Virgen, lo decía sin vacilar: “por cuyo calor en la eterna paz germinó esta flor”. En el calor de una experiencia viva es donde todo puede volver a cobrar vida.
Bien mirado, sesenta años después, este desafío es la única oración posible en la Iglesia, pidiendo que para todo bautizado la relación con Cristo vuelva a ser, sencillamente, algo vivo. En este sentido el Concilio aún tiene mucho camino que recorrer para llegar a ser patrimonio de todos, tesoro del pueblo de Dios.
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