2021: año 1 de un antes y un después
¿Quién iba a decir que, en un año como 2020, que ya se ha cerrado, nuestro mundo iba a dar un vuelco como el que hemos asistido? La pandemia del coronavirus se ha cebado con muchos de nuestros conciudadanos –uno se cree ya casi a pies juntillas que la cifra de muertos en nuestro país ronda, si es que no ha rebasado ya, los 70.000–; extendiéndose en Europa y en el mundo de forma implacable. Nuestra vida en el mundo (el trabajo, el ocio, la vida pública y la vida privada) sufre convulsiones, las propias de un cambio de época ya anticipado proféticamente por Francisco hace años.
Ver caer las primeras nevadas en Madrid, hecho que no había visto desde hace unos cuantos años, recuerda la llegada de un invierno –no sólo por la época del año– que se traduce también en la parálisis y el miedo que percibo en este espacio intermedio entre nosotros –llamado mundo– que parece empequeñecerse. El confinamiento no sólo ha sido perimetral, también lo ha sido personal: la celebración de esta Navidad ha venido marcada por la distancia o la ausencia. El acontecimiento de la Encarnación despierta no sólo la espera de nuestro corazón, también hace más agudo el dolor por la pérdida de los seres queridos (muchos, a causa de la pandemia). El camino de la vida no acaba, se hace más urgente.
Creo que puede decirse que el año que hemos dejado atrás ha sido la materialización del inicio de este cambio de época. No sólo por la pandemia, sino por las convulsiones que está sufriendo el mundo global: el asalto al Capitolio en Washington; la batería de normas legales y reglamentarias que se está aprobando en España; el inicio del Brexit; los movimientos en Asia-Pacífico, y tantos hechos que parecen pasar inadvertidos en una sociedad tan inmersa en la dinámica de una vida líquida que habrá de dejar mucho sufrimiento (la autodeterminación exacerbada y su ruptura con el dato de que yo no me doy a mí mismo, que se reflejan en la creación de burbujas autorreferenciales en la vida de las personas, está produciendo ya un coste muy alto). Nuestro mundo está cambiando a pasos agigantados.
Sin ignorar las incertidumbres que surgen en nuestro espacio público, sean económicas –derivadas de la entrada en vigor de unas cuentas públicas de carácter expansivo aprobadas en la Ley 11/2020, de 30 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 2021, y del Real Decreto-Ley 36/2020, de 30 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia–; educativas –porque desconocemos también en qué medida la entrada en vigor de la nueva Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (la “ley Celaa”), tan polémica, va a mermar enormemente la cohesión social–; o sociales –la aprobación en el Congreso de la proposición de ley orgánica de regulación de la eutanasia–, lo cierto es que la maquinaria legislativa puesta en marcha por el Gobierno lo tiene fácil. En ese espacio entre nosotros, la pluralidad se va reduciendo y el horizonte del mañana viene cubierto de niebla para muchos: el desempleo, el cierre de la empresa, la enfermedad, la pérdida de un ser querido, el desencanto ante la política, la huida del mundo… pero sigue pendiente la gran cuestión que siempre aguijonea: ¿quién soy? ¿qué puedo hacer? ¿qué me cabe esperar?
En el conjunto de Europa, con las restricciones y medidas vigentes en cuanto a desplazamientos y aforos; confinamientos perimetrales e implementación de la vacunación a trompicones, albergamos la esperanza de que la pandemia vaya remitiendo y poder empezar de nuevo. Olvidar, olvidar lo que ha pasado y poder volver a la vida de antes. Es la misma aspiración de cuantos acuden a las numerosas fiestas organizadas en casas y locales como si nada hubiese ocurrido –sin mascarillas ni guardando distancia de seguridad–, de quienes deciden buscarse la vida pagándose su carrera trabajando como chic@s de imagen o go-go´s, abrazando las implicaciones de la vida líquida, que es lo que subyace cuando Valeria, una de las que se dedican a esto, señala: «ya lo he cogido dos veces y no me ha pasado nada porque soy joven. Esta es una enfermedad en la que la media de edad de los que se mueren es de 86 años, y yo quiero seguir viviendo mientras tanto». En el fondo, de lo que se trata es de hacer lo que uno quiera mientras no se haga daño a nadie: lo que cuenta es el empoderamiento, que nadie te diga lo que tienes que hacer.
Es evidente que nada podrá ser como antes. Estamos ante los retos de la Transformación Digital y de la Transición Energética; de la Inteligencia Artificial y de un modo nuevo de hacer economía. Y en cuanto a presencia del hecho religioso en la vida pública, es claro que en Europa estamos asistiendo a celebraciones litúrgicas en muchas iglesias semivacías –si no totalmente–, salvando alguna excepción en Nochebuena; la pandemia ha disuadido a muchos de acudir a misa, aunque no lo explica todo. Este proceso de secularización imparable, que ya venía de décadas, únicamente se ha acelerado y nos muestra que aferrarse a la defensa de los llamados valores cristianos es ya una batalla perdida. Lo que se ha derrumbado es la estructura de evidencias sobre las que se había construido la tradición política y filosófico-cultural occidental; cuya ruptura ya se había producido siglos antes.
La cuestión que surge es: ¿de dónde partir? ¿De las grandes disquisiciones y consideraciones? ¿Del ruido informativo de la prensa y las tertulias radiofónicas? ¿De nuestros cafés tomados en el trabajo, en el que es fácil ver cómo nadie se expone? Generalmente, no suelo encontrar mucha luz en ámbitos donde la palabrería o el tema recurrente de la pandemia campan por doquier.
La respuesta sólo podrá llegar de lo concreto: de rostros con nombres y apellidos a uno y otro lado del mundo. De lo que hace unos días Juan, Ana, Agustín, Wang, Agustín y Santiago han contado de su celebración de la Navidad en una China en la que el Acontecimiento provoca miedo en las autoridades. Juan y Wang, sacerdotes del norte de China, han constatado cómo el hecho de que este año la Navidad haya tenido que ser celebrada en las casas de sus fieles o con fuertes restricciones de las autoridades locales en algunas parroquias ha movido a algunos a querer participar de forma activa en la organización de la liturgia, o al obispo del lugar a visitar a sus fieles para sostener y dar consuelo.
Ana y Agustín narran las sucesivas trabas que las autoridades de la región han puesto para la celebración de la Navidad, incluyendo la vigilancia policial o las intimidaciones realizadas a algunas parroquias. El relato de Santiago (en el este de China), por su parte, está cuajado de confesiones a los fieles y celebraciones litúrgicas de la Nochebuena y el día de Navidad, hay espacio incluso para la fiesta, los cantos y la atención a los enfermos; propio de un pueblo que celebra, vive y sufre con un mismo querer y un mismo sentir, a pesar del escándalo de la división; un pueblo que espera y celebra.
Sería autoengañarse pensar que lo que nos sucede en Occidente valga para el resto: la secularización y la vida líquida es la enfermedad que nos aflige, no al resto del mundo, que cuenta, aparentemente, con menos recursos. La pobreza material de los en su día llamados países emergentes no parece venir acompasada de una pobreza espiritual, todo lo contrario. En África y Asia, es un hecho que el cristianismo, lejos de retroceder, va extendiéndose por contagio. Ésta sería la esperanza para un Occidente cansado. Puede que 2021 sea como el manto de nieve que cae estos días y cuaja en terreno favorable, está por ver (aún no sabemos las dimensiones de lo sucedido este año anterior que ha terminado). En todo caso, ha de pasar un tiempo hasta que se derrita el agua para que en el terreno seco en el que estamos puedan florecer lugares de humanidad, puntos de fuga, que hagan más habitable este espacio-entre-nosotros.