2015 y el maleficio europeo

Mundo · José Luis Restán
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29 diciembre 2014
El trabajoso 2014 se despide con un sonoro portazo en el ámbito europeo. La incapacidad del Parlamento griego de nombrar a un nuevo presidente de la República ha forzado una solución de pesadilla para las instituciones europeas: unas elecciones anticipadas para enero de 2015 cuyo resultado puede dar al traste con la filigrana del rescate de este país, y que además puede hacer tambalearse no sólo la débil recuperación económica sino también las bases actuales del proyecto de la Unión.

El trabajoso 2014 se despide con un sonoro portazo en el ámbito europeo. La incapacidad del Parlamento griego de nombrar a un nuevo presidente de la República ha forzado una solución de pesadilla para las instituciones europeas: unas elecciones anticipadas para enero de 2015 cuyo resultado puede dar al traste con la filigrana del rescate de este país, y que además puede hacer tambalearse no sólo la débil recuperación económica sino también las bases actuales del proyecto de la Unión. En Grecia la desafección popular hacia el sistema puede encumbrar a la extrema izquierda de Syriza, pero por motivos distintos (en parte) puede convertir en árbitros (si no en pieza decisiva) al Frente Nacional de Le Pen en Francia y al populismo antieuropeo del UKIP en el Reino Unido. En España calibraremos la consistencia de Podemos que pone en cuestión el esqueleto del Pacto constitucional del 78 y Alemania está viendo crecer el fenómeno de PEGIDA, un movimiento de protesta contra la presencia islámica que amenaza con robar votos a los dos grandes partidos de gobierno.

El fenómeno es demasiado clamoroso como para ser eludido, pero cabe dudar de que los líderes europeos tengan un diagnóstico claro y una respuesta a la altura del momento histórico. Por ejemplo, el inteligente primer ministro francés, Manuel Valls, en una amplia entrevista concedida al diario El Mundo, confiesa su espanto ante el previsible triunfo de Le Pen en las próximas elecciones y define su programa como “un mensaje de odio” que derribaría totalmente a Francia y provocaría una crisis sin par en Europa. Sin embargo no enhebra una crítica cultural de fondo ni una propuesta que aborde el hecho incontestable de que, en la Francia de las luces, ese programa exorcizado por Valls goza de un apoyo creciente y transversal. Algo parecido sucede en el Reino Unido, donde aquel David Cameron de la Big Society, que tantas esperanzas suscitó, ha sido desplazado por un líder mediocre que asume los postulados del Estado educador e invasivo, de la ideología de género… y que para frenar la sangría electoral por su derecha sólo alcanza a dar una vuelta de tuerca a la política de inmigración y a despertar la vieja melancolía aislacionista británica.

Los malestares que se han dado cita, y que auguran un convulso 2015, son diversos. En primer lugar está el problema de identidad de unos europeos que han jugado a negar sus raíces culturales, y que ante la globalización económica y la inmigración masiva sienten miedo. Otra causa de desazón es el desgaste de la idea de “pertenencia”, denunciado por Alain Finkielkraut: los europeos nos sentimos y entendemos cada vez más como individuos aislados, que para tener una ilusión de conexión con los otros tienen que asumir el pensamiento políticamente correcto. Crisis de la familia (que en amplios sectores prácticamente ha desaparecido), crisis de la educación (reducida a aprendizaje de habilidades y a moral cívica impuesta desde el poder), crisis de la razón (a la que se vetan las grandes preguntas sobre el sentido) y de la libertad (exasperada como búsqueda compulsiva de satisfacciones parciales pero reducida en temas vitales como la objeción de conciencia, la profesión pública de la fe o la educación de los hijos). Y por supuesto, crisis de un sistema de bienestar que en su formulación actual se ha vuelto inviable, pero que nadie se atreve a replantear salvo como estéril dialéctica ideológica entre el estatalismo y el mercado mágico.

De estas crisis apenas hablan los líderes europeos, eso sí, muy preocupados (es para estarlo) por la debacle que asoma en forma de populismos y extremismos. Esta situación me lleva a pensar en los discursos del papa Francisco ante el Parlamento y el Consejo de Europa del pasado mes de noviembre. Casi todos aplaudieron (hasta nuestro Pablo Iglesias) pero uno se pregunta por qué, a la vista de la profunda incomprensión que parece demostrar el liderazgo político y cultural europeo respecto de las palabras del pontífice.

Francisco colocó en el centro de su propuesta de esperanza para Europa el binomio dignidad-trascendencia. Esto significa “apelar a su naturaleza, a su innata capacidad de distinguir el bien del mal, a esa brújula inscrita en nuestros corazones y que Dios ha impreso en el universo creado”. En realidad este binomio, tal como el Papa lo explicó, ha estado proscrito por la cultura pública oficial de nuestras naciones europeas durante los últimos treinta años (por lo menos), y así nos ha ido. Además denunció que “persisten demasiadas situaciones en las que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos”. Algo profundamente vinculado con otra grave cuestión de la que casi nadie habla hoy en los ámbitos políticos y mediáticos: “la tendencia hacia una reivindicación siempre más amplia de los derechos individuales (estoy tentado de decir individualistas), que esconde una concepción de persona humana desligada de todo contexto social y antropológico, casi como una «mónada», cada vez más insensible a las otras «mónadas» de su alrededor”.

Vuelvo a Finkielkraut, que confiesa el estupor que le produjo la negativa del presidente Chirac (en nombre de un laicismo abstracto) a reconocer las raíces cristianas en la Constitución europea. El filósofo hebreo Lévinas decía que “Europa es la Biblia y los griegos”. Y Francisco, el Papa llegado del otro hemisferio fecundado por Europa, ha dicho en Estrasburgo que “Europa en su historia está hecha de un permanente encuentro entre el cielo y la tierra, donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, a Dios, que ha caracterizado desde siempre al hombre europeo, y la tierra representa su capacidad práctica y concreta de afrontar las situaciones y los problemas… El futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e inseparable entre estos dos elementos”.

Ahora bien, ¿podremos afrontar los populismos de izquierda y derecha, el desafío del yihadismo, la inestabilidad en las fronteras orientales o la reformulación de nuestra red de bienestar, sin cuestionar los mitos del sesentayochismo que (en mayor o menor grado) han secuestrado a varias generaciones de políticos europeos? En el fondo esto es lo que ha pedido Francisco en sus memorables discursos de Estrasburgo, aunque mientras aplaudían ninguno parecía notarlo. Termino con una nueva cita de Finkielkraut que nos habla de la posibilidad de romper el maleficio europeo: “un nuevo inicio siempre es posible… la posibilidad de interrumpir procesos, eso define la humanidad del hombre”.

Afortunadamente la propuesta del Papa no es la idea genial de un pensador, sino el testimonio de la experiencia del pueblo cristiano en la historia. Hacerla presente en un diálogo vivo, respetuoso y sin complejos, construyendo lugares de auténtica humanidad, es la gran aportación que la Iglesia puede ofrecer a una Europa a la que no pretende dominar ni homologar, pero cuyo futuro no puede dejarle indiferente. Finkielkraut apenas manifiesta una leve esperanza, pero se atreve a invocar a Hölderlin: “Allá donde crece el peligro, crece lo que también salva”. Sin desmerecer al genial poeta alemán, nosotros podemos invocar a Benito, Agustín, Francisco, Juan Pablo y tantos otros.

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