1989, un aniversario que sigue siendo incómodo

Mundo · Maurizio Vitali
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31 octubre 2019
El 9 de noviembre se cumplen treinta años de la caída del Muro de Berlín, un evento espectacular, símbolo del fin del sistema comunista soviética. Allí cambió la historia. ¿Y cuáles fueron las fuerzas que cambiaron la historia? La interpretación predominante, desde entonces, atribuye aquella convulsión, inimaginable hasta poco antes, a la inesperada implosión del imperio soviético entero desgastado por una confrontación insostenible con la superioridad económica del Occidente liberal-capitalista. Sería ingenuo negar los factores económicos y políticos. Pero eso no basta para explicarlo. La visión occidentalista casi nunca ha sabido mirar a los hombres y a los acontecimientos del otro lado del muro, ni comprender su alcance histórico, que no se puede medir en términos de inmediata capacidad para tomar el poder.

El 9 de noviembre se cumplen treinta años de la caída del Muro de Berlín, un evento espectacular, símbolo del fin del sistema comunista soviética. Allí cambió la historia. ¿Y cuáles fueron las fuerzas que cambiaron la historia? La interpretación predominante, desde entonces, atribuye aquella convulsión, inimaginable hasta poco antes, a la inesperada implosión del imperio soviético entero desgastado por una confrontación insostenible con la superioridad económica del Occidente liberal-capitalista. Sería ingenuo negar los factores económicos y políticos. Pero eso no basta para explicarlo. La visión occidentalista casi nunca ha sabido mirar a los hombres y a los acontecimientos del otro lado del muro, ni comprender su alcance histórico, que no se puede medir en términos de inmediata capacidad para tomar el poder.

Los hombres del llamado disenso, censurados, perseguidos, aun así estuvieron presentes para testimoniar que el hombre está hecho para vivir libre en la verdad y no esclavo complaciente de las mentiras del poder. “El poder de los sin poder” es el título de la obra de un gran disidente checoslovaco, Václav Havel, que poco después sería elegido presidente de su país. Por tanto, ha habido una fuerza espiritual que se mantuvo encendida durante las décadas oscuras del sacrificio personal hasta el martirio, sin la cual lo que pasó en 1989 no se explica.

En Polonia, esta “fuerza espiritual” forjó un movimiento, Solidarnosc, de hombres trabajadores, que mostró su capacidad de incidencia histórica. Los menos jóvenes todavía guardan en la retina la imagen de los obreros de Danzig en huelga, en agosto de 1980, rezando de rodillas y confesándose en las puertas de las inmensas canteras navales Lenin. Llegaron a ser diez millones. Su misma existencia avergonzaba al marxismo-leninismo, para quien la clase obrera estaba perfectamente representada en el partido guía, que a su vez sostenía las redes del Estado y de la economía en interés del proletariado. Pero he ahí diez millones de obreros que se representaban a sí mismos, bien erguidos, sin romper nunca un solo cristal.

Aquel movimiento fue ilegalizado al año siguiente, y se promulgaron leyes represivas especiales, pero el país no podía mantenerse durante años en estado de asedio. Solidarnosc inspiró también iniciativas innovadoras respecto al mundo del trabajo. No en vano, se tomó el nombre de Centros de Solidaridad para los primeros intentos de acompañar a los jóvenes en sus itinerarios de inserción laboral, fuera de la lógica burocrática e ineficaz de las oficinas de empleo. Tampoco es casual que se llamara Bancos de Solidaridad a los cientos de iniciativas caritativas de ayuda alimentaria para indigentes repartidos por varios países europeos actualmente.

A su vez, la fuerza de Solidarnosc no se debió ante todo a la organización, al análisis ni a la estrategia, sino a un sujeto nuevo que emergía en la historia polaca: un pueblo reanimado por una presencia excepcional, la del papa (polaco) Juan Pablo II, en su primer viaje a su patria la primera semana de junio de 1979. El Papa no habló de política. Dijo que el hombre no se puede comprender excluyendo a Cristo, ni se comprende a la nación polaca sin Cristo. Recordó que el cristianismo es portador de la verdad del hombre. Por tanto, el hombre tiene una dignidad y unos derechos inviolables. La Iglesia quiere “servir a los hombres también en la dimensión temporal” y “ambiciona, por su misión, hacer al hombre mejor, más consciente de su dignidad, más dedicado en su vida a los asuntos familiares, sociales, profesionales, patrióticos”.

Pero esa no fue su única enseñanza. Fue él mismo, su presencia, llena de palabras, gestos, tonos, decisiones, atenciones, insistencias, oración, coraje, amor a Cristo y a su patria, lo que desencadenó un acontecimiento de cambio en el corazón humano. Sin eso no hay verdadero cambio. Y cuando esta novedad se apaga, todo se corrompe, la novedad debe volver a suceder continuamente, ser generada una y otra vez. No es que un pueblo, en este caso polaco y católico, lo sea identitaria y étnicamente de una vez por todas. Y lo hemos visto también en Polonia.

Los treinta años de la caída del Muro son ante todo los cuarenta años del viaje del papa Wojtyła a Polonia. Esperemos que, al conmemorarlo, alguno se acuerde. Porque, como decía el lema del Meeting por la Amistad entre los Pueblos en 2018, inspirado en una afirmación de Luigi Giussani, “las fuerzas que mueven la historia son las mismas que hacen feliz al hombre”.

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