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11-M: Diez años después, un punto de partida

Editorial · PaginasDigital
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9 marzo 2014
Este martes se cumplen 10 años de la masacre. Todo español que tuviera uso de razón recuerda dónde estaba esa mañana de dolor e impotencia. El golpe de una infamia casi desconocida, el desgarro por los 191 muertos y casi 2.000 heridos. Primero el silencio, en un Madrid en el que todo el mundo lloraba y en el que nadie quería pronunciar una palabra en alto. La gente andando por la calle sin hacer ruido. Y luego, la furia. La rabia instrumentalizada.

Este martes se cumplen 10 años de la masacre. Todo español que tuviera uso de razón recuerda dónde estaba esa mañana de dolor e impotencia. El golpe de una infamia casi desconocida, el desgarro por los 191 muertos y casi 2.000 heridos. Primero el silencio, en un Madrid en el que todo el mundo lloraba y en el que nadie quería pronunciar una palabra en alto. La gente andando por la calle sin hacer ruido. Y luego, la furia. La rabia instrumentalizada.

Ha hecho falta toda una década para adquirir cierta serenidad y para que izquierda y derecha lleguen a algún consenso sobre el origen de los atentados. El nuevo director del diario El Mundo ha aceptado que su periódico fue víctima de un engaño al sostener, durante años, que detrás de las muertes había algo más que terrorismo islámico. Quedan muchos interrogantes pendientes, pero la publicación reciente del libro Matadlos (Galaxia Gutenberg) recoge los avances que hasta el momento ha podido realizar la investigación. Su autor, el catedrático Fernando Reinares, ofrece una versión cuestionada ya por pocos.

El yihadismo había establecido en España a mediados de la década de los 90 una célula. En 2001, una operación policial detuvo a su líder Abu Dahdah. Uno de sus miembros, Amer Azizi, decidió golpear el país como venganza. Azizi, marroquí con conexiones directas en la cúpula de Al Qaeda, creó una célula terrorista a la que se unieron diferentes grupos para conseguir su objetivo. La decisión estaba tomada antes de que convocaran las elecciones para el 14 de marzo de 2004 y antes de que España apoyara la intervención en Iraq, que fue solo un pretexto.

La culpa de lo sucedido la tienen solo los terroristas. Pero la cadena de tremendos efectos secundarios que desataron las bombas fue obra de la debilidad institucional, de la polarización y de la fragilidad de la sociedad española.

Aznar, tras los atentados, no miente. Pero prefiere, dejándose llevar por la inercia, con torpeza, con datos insuficientes –y quizás por cierto cálculo– acusar a ETA. Los socialistas reclaman una reunión conjunta pero cuando no la consiguen se lanzan a un inmoral juego electoralista. A pocas horas de que se vote, con los datos que le proporcionan sus ´hombres fieles´ en la policía, protagonizan un juego muy desleal. La oposición, en esas horas cruciales –entre el atentado y las elecciones–, tiene mejor información que los ministros y fomenta una ´transferencia de culpa´ que dirige la ira de amplios sectores sociales contra el presidente del Gobierno. Se le hace responsable de lo que ha sucedido por haber apoyado la guerra de Iraq. La concordia y el concierto que presidió la transición a la democracia han desaparecido hace tiempo y vale casi todo.

Luego llega lo demás. Un Gobierno sin talla, una oposición atascada. La onda expansiva de la mentira coloniza la vida pública. Domina durante años el debate ideológico y cualquier fragmento de verdad, después de sufrir no pocas manipulaciones, es utilizado como arma arrojadiza. Casi todos los españoles nos hacemos cómplices, en cierto modo, de la crispación reinante. Parece imposible no dejarse arrastrar.

Tras el 11-M, lo pre-político invade lo político y lo desestabiliza profundamente. Es una buena lección para los que todavía creen que una democracia meramente procedimental puede sostenerse en pie. Lo pre-político en este caso es la iniquidad. Nada es automático. La sociedad española, que durante décadas ha soportado el terrorismo de ETA sin verse desestabilizada radicalmente por el sufrimiento, ahora reacciona de otro modo. Quizás es la mejor prueba de que estamos ante un cambio generacional. Las viejas certezas ya no tienen vigor.

Pero no por eso todo está perdido. Al contrario. La España actual es posible porque otra generación tuvo muy presente la memoria de una ´desestabilización´ más radical (con decenas de miles de muertos): la que provocó el fracaso de la República, la Guerra Civil y la dictadura. El recuerdo vivo de aquello hizo posible la reconciliación de la transición.

La historia de Europa en los últimos 60 años se ha construido gracias al realismo de admitir que el mal es capaz de arrasar cierto idealismo ingenuo y liberal. Aquel que atribuye a las instituciones virtudes milagrosas que no tienen. Hizo falta la Segunda Guerra Mundial para que reconociéramos que los derechos fundamentales no pueden ser solo derecho positivo sino expresión de algo tan metapolítico como la dignidad humana (Habermas).

Nunca es tarde para ´descabalgarse´ de la ideología (González Sainz). De ese sistema cómodo que te ahorra el esfuerzo de indagar en la complejidad de la realidad tal cual es, con su atractivo y su riqueza apasionante. A pie es fácil el encuentro con el otro.

De hecho, diez años después del 11-M parece despuntar, todavía de un modo tímido, lo que algunos llaman un ´nuevo paradigma´. No son pocos los que proclaman que la polarización y los viejos sistemas les fatigan. Aparece un cierto cine, una cierta novela, un cierto ensayo en los que vibra la experiencia humana con toda su fuerza, con su deseo de algo sólido, con su infatigable busca de sentido. Es la misma vibración que puede encontrarse en los ojos de muchos de esos mendigos que la crisis ha puesto en nuestras calles. Ese es el punto de partida.

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