Velázquez toma Madrid

Cultura · Elena Simón
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3 diciembre 2013
Estaba esperando el metro en la estación de Banco de España cuando a mi lado un gran anuncio publicitario pregonaba la exposición del Museo del Prado Velázquez y la Familia de Felipe IV, con el rostro del retrato de la joven infanta María Teresa de Austria.

Estaba esperando el metro en la estación de Banco de España cuando a mi lado un gran anuncio publicitario pregonaba la exposición del Museo del Prado Velázquez y la Familia de Felipe IV, con el rostro del retrato de la joven infanta María Teresa de Austria. Aunque por exigencias laborales y personales me recreo con frecuencia con la factura colorista del pintor, esta vez el estupor y un escalofrío me invadieron, y es que la gran ampliación del cartel permite observar con nitidez el paso del pincel sobre el lienzo; así, los labios son dos toques rojos irregulares, los adornos, mariposas que luce sobre el pelo, restregones hechos con poca pasta y apenas color… vamos, en conclusión que no acabamos de comprender por arte de qué magia, un cúmulo de manchas, pegotes y borrones se han llegado a transformar en el cándido rostro de esta niña.

Diego Velázquez, la estrella del Museo del Prado, visita de la mano de Javier Portús, -conservador del Museo y comisario de esta Muestra- la sala de temporales de la Casa, para recrearnos con los once últimos años de su actividad, en los que la veracidad y la factura maestra tocaron cielo, y en los que el retrato, un género entonces segundón, pero el preferido por nuestro artista desde su juventud, se manifestó en él como un procedimiento estrella para acercarse a los grandes del siglo (los reyes, el Papa Inocencio X) y para elaborar el cuadro más alabado de la historia del arte occidental, que también, aunque haya que desplazarse a la colección permanente, forma parte de esta muestra

La Familia de Felipe IV (1656) -´Las Meninas´ en su apodo decimonónico- fue la obra más elaborada del pintor, un gran conjunto de retratos que configuran una potente escena de composición en la que, dentro de una amplia perspectiva, capta un momento casi instantáneo y concreto referido a la pizpireta infanta Margarita, de cinco años, con datos de su intimidad, rasgo éste que también ofrecía el teatro barroco, tan del gusto de los reyes.

Pero en la vida real de la corte española el protocolo era una exigencia obligada, especialmente para la real familia, cuyo comportamiento en sosiego, distancia e inmovilidad debía ser completo, al menos en los actos oficiales y también en la pintura. Lo que no quita para que personajes con enanismo y deformidades aparezcan reflejados en concreto en este cuadro con la misma dignidad humana que los reyes, siguiendo la catolicidad de la sociedad española tan arraigada en el siglo, en la que se dejaba bien claro que, saltadas las barrenas terrenales, ante Dios todo hombre tiene la misma dignidad, es transcendente.

Recordemos que Velázquez, en esta pretendida ´realidad, casi cotidiana´ de Las Meninas rebate el entonces indiscutido ´tema historiado´ (religioso, político, mitológico), y lo hace a base de hombres y mujeres que respiran el mismo aire que nosotros, equiparándose frente a su culto rey con Apeles, el afamado pintor de Alejandro Magno. No fue en balde el esfuerzo, por él este gran mecenas y coleccionista que fue Felipe IV le concedió, dos años más tarde, el anhelado título de Caballero de la Orden de Santiago, ´a pesar de no ser noble´. Condecoración nobiliaria que recibiría con dificultades su contemporáneo Rubens, el más prestigioso artista europeo del siglo XVII, a pesar de los servicios diplomáticos y pictóricos a distintas cortes europeas incluida la española, precisamente por trabajar con las manos, por desempeñar el ´oficio´ de pintor.

Es todo un lujo poder acercarse a esta exposición breve, en 29 obras y poderlas contemplar reunidas, como nunca han estado, ni en su origen. El recorrido parte del segundo viaje a Italia del pintor, enviado por el rey con el fin de conseguir esculturas mitológicas y otras pieza artísticas. Durará algo más de dos años y la impactante veracidad del retrato de Juan de Pareja, su esclavo manumitido, –expuesto en el Panteón de Roma- unida a su papel de representante del cristiano monarca le llevarán al círculo papal, donde realizará doce retratos, entre ellos el espléndido del Papa Inocencio X. Nunca borrones y restregones tales habían dado lugar a una imagen de tal calibre, de tal veracidad, en el momento de mirar al espectador con toda la potencia de su personalidad, que dicen hizo exclamar al propio pontífice “Troppo vero”. El pintor Joaquín Sorolla siempre tuvo una fotografía de este retrato encima de la chimenea de su casa. Cuatro de aquellos retratos inician hoy esta exposición, incluida una reducida réplica papal.

Pero realmente el interés se centra en torno a la familia de Felipe IV. Tres queridas mujeres de su entorno familiar en retratos de niñez y juventud son nuestras protagonistas. Fueron realizados por Velázquez para familiares austriacos y para los acuerdos matrimoniales europeos. Son las dos primas, Mariana de Austria y María Teresa, pronto además madrastra e hijastra. Mariana, sobrina del rey, fue prometida del hijo fallecido Baltasar Carlos, y el monarca viudo, para fortalecer los vínculos con los Austrias centroeuropeos frente a Francia, decide, no romper el compromiso matrimonial y casarse con ella –tiene apenas 16 años y el rey 41-.

María Teresa, por otro lado, desborda energía juvenil en unos retratos luminosos y cálidos .Es hija del primer matrimonio real, con Isabel de Borbón, -hermana de Luis XIII de Francia- y se casará finalmente con el rey Sol, con Luis XIV de quién era también prima carnal. Y saltando a Margarita, Felipe Próspero, tierno infante con su perrillo y los colgantes sobre el faldón que gustaban en palacio para los niños, protectores y espantadores de la enfermedad infantil, inútiles de nuevo pues morirá con tres años.

Y la preciosa infanta Margarita, primera hija de la reina Mariana, alegría de palacio, que tiene subyugado al rey. Es en Las Meninas el sol en torno al que giran los demás planetas. Retratada por Velázquez desde su primera infancia, en estas espléndidas imágenes de edades diversas, el artista expresa con sus manchas prodigiosas el no va más en la captación de la belleza infantil. Así lo entendieron los impresionistas franceses, cautivados por ambos aspectos. Por ello, el conservado en París, tal vez de taller, fue considerado en el s. XIX una de las obras maestras del Louvre, y sabemos que impresionistas como Renoir así lo alababan.

Unos años más tarde Margarita, ya futura emperatriz de Austria, vuelve a posar con trenzas y de luto por su padre para Juan Bautista del Mazo, al servicio ahora de la reina regente Mariana, quién no quiere otro procedimiento pictórico en palacio que no sea el del sevillano, muerto en 1660, nostálgica de su maestría, y así la vemos con tocas de viuda y los dos símbolos que expresan su autoridad en el gobierno, el sillón, en el que está sentada porque ejerce, y la mesa. La reducida copia de Las Meninas de Mazo ha sido atribuida en ocasiones a Velázquez. Y vemos otra Familia, la suya propia, en la que late el modelo del maestro.

La exposición termina con Carreño, que ocupa la plaza de pintor de Cámara a la muerte de Mazo, y sus vistosos retratos duales del enfermo monarca Carlos II, nuevo y último rey de los Austrias y su madre que ha dejado el asiento del sillón.

En estos continuadores de la manera de D. Diego todo es parecido, la pincelada suelta y hasta las manchas. Sólo falta la maestría de Velázquez, su oficio insuperable, en la composición y en las perspectivas, en las proporciones, en ese instante atrapado y en la expresión de la vida que late. Sólo él fue hermano de la realidad, con todas las vueltas, recovecos e historias ocultas y cultas que ésta sostiene, con esa aparente simplicidad por la que apostó, en un juego barroco entre ficción y realidad que solo un hombre de profunda humanidad y refinada cultura podía alcanzar.

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