Uno de los nuestros

España · GONZALO MATEOS
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27 septiembre 2024
El nacionalismo, o el gregarismo, o como lo quieras llamar, se nos ha colado sibilinamente. Juzgamos la realidad bajo la óptica de los intereses de nuestra facción a la que todo permitimos y a la que todo justificamos.

Durante todo el invierno sueño con ellas. Las llamamos las tres rocas porque sobresalen del mar a unos cien metros de la orilla según las mareas. En verano coincidiendo con el atardecer y la bajamar nado hasta ellas a través de un mar transparente sobre bancos de peces, rocas y arena. Al final de la travesía me las topo imponentes ensalzadas por la espuma de olas que baten incansablemente contra ellas. Me acerco con cuidado y fijando los pies primero y luego las manos subo por una escarpada grieta de rocas marinas afiladas repletas de cangrejos rojos y algunos excrementos de gaviotas. Arriba se despliega un arrebatador paisaje de acantilados, un pueblo blanco, un pequeño puerto pesquero, y varios kilómetros de playa salvaje hasta el Cabo de Trafalgar. Con suerte en los días claros vislumbro majestuosas las montañas africanas del Atlas. Repleto de luz y sal me zambullo de nuevo en el océano desde un saliente para regresar cansado pero nuevo a mi toalla en la arena.

Este verano me encontré con una novedad. En la cresta de las rocas habían fijado con una larga caña un mástil con una bandera izada de España encima de una más pequeña de Andalucía. Me entero luego que la iniciativa es de una pandilla de jóvenes madrileños y sevillanos, que, espoleados por sus padres de familias pudientes, católicas y de derechas, quieren con ello reivindicar no se sabe bien qué.

Las playas de Cádiz en verano son un melting pot de turistas y lugareños semidesnudos donde nos tostamos juntos y revueltos, felices y orgullosos de estar lejos por unos días de nuestros hogares. De camino a la playa me suelo encontrar con un senegalés que vende camisetas de futbol con banderas de todo el mundo y con varios dominicanos camareros de un chiringuito con la carta en varios idiomas. Luego me cruzo con guiris sonrosados que bajan a la playa desde su costoso hotel ataviados con bañadores y camisetas de dudoso gusto.

Mi misma pandilla de amigos la forman personas de todos los lugares de España. Sus hijos cuentan anécdotas de sus peripecias de sus viajes por el extranjero. Entre nosotros hay desde un inglés de las Midlands casado con una andaluza hasta un niño etíope adoptado por sus padres cordobeses. Yo mismo tengo ocho apellidos gaditanos, pero llevo viviendo en Madrid hace más de cuarenta años, lugar al que he vuelto tras vivir cuatro años en Bélgica.

En las conversaciones en la orilla se celebran con orgullo los triunfos del Madrid y las medallas olímpicas de España. Se escuchan quejas por el número de emigrantes sin papeles que nos asedian y del aumento de la delincuencia. Se afirma con seguridad que uno de ellos ha sido quien ha matado a un niño en un campo de fútbol, y que hay que realizar cuanto antes deportaciones en masa y cerrar las fronteras. Que nos estamos islamizando, y que en pocos años España dejará de ser cristiana. Que nunca podrán ser españoles porque nunca aceptarán nuestro modo de vida y tradiciones.

Que los políticos corruptos e inmorales del Gobierno quieren hacernos desaparecer y que sólo sirven para freírnos a impuestos. Que por culpa del turismo los servicios públicos están abarrotados, y que en el mercado sólo se venden productos importados africanos que se están cargando nuestro campo. Que la Agenda 2030 nos quiere imponer su anomia, así como los coches eléctricos chinos que destruirán nuestra industria. Que igual Putin tiene razón y hay que volver a los valores que la agenda woke nos está arrebatando. Que lo de la OTAN, la Unión Europea y lo del cambio climático es una exageración, y que quizá hemos llegado demasiado lejos. Que nada cambiará si no llegan los nuestros al gobierno y que igual necesitamos que Trump gane las elecciones para garantizarnos la paz, la moral y la democracia tal y como la entendemos.

Hace unos días volví a ver la película de Scorsese titulada “Uno de los nuestros”, que relata el ascenso y caída de tres delincuentes en la mafia neoyorquina. “Jimmy y yo no podíamos iniciarnos por ser irlandeses. No importaba que mi madre fuera siciliana. Para ser miembro, había que ser 100% italiano y tener parientes en la madre patria. Era el honor más alto que ofrecían. Quería decir que pertenecías a una familia. Quería decir que nadie podía meterse contigo. Y, además, que podías meterte con todos a menos que fueses un miembro”.

Algo parecido parece que nos está pasando en ocasiones. Que nos hemos vuelto insensibles, quejosos y cómodos miembros de una banda. Que nadie nos puede decir nada y menos lo que no son de los nuestros. Que lo único que exigimos es algo tan sencillo como respeto. Que hay que pensar y decir lo que la familia nos dice que pensemos y digamos. Y que si alguien quiere ingresar en ella deberá ganárselo a pulso como hemos hecho nosotros mismos e hicieron nuestros padres. Que lo importante es que los nuestros lleguen al poder para que todo esté en orden y se nos devuelva todo lo que por nuestro esfuerzo nos hemos ganado.  “¿Sabes? Entre nosotros siempre nos llamábamos colegas, como cuando dices a alguien: verás cómo te cae bien, es un buen colega, uno de los nuestros. ¿Entiendes? Somos colegas, tíos listos”.

Y es que el nacionalismo, o el gregarismo, o como lo quieras llamar, se nos ha colado sibilinamente. Juzgamos la realidad bajo la óptica de los intereses de nuestra facción a la que todo permitimos y a la que todo justificamos. Donde pesa más el glorioso pasado que el temido futuro. Donde hemos creído que la nostalgia de nuestros cristalizados valores es la medicina cuando en el fondo es la causa de la enfermedad.

Luego lo pienso y me doy cuenta que gran parte de las medallas olímpicas y de la Champions la ganaron los que no eran de aquí. Que no era verdad que el que mató al niño era emigrante. Que podemos irnos de vacaciones porque otros mantienen los servicios públicos. Que todos somos emigrantes y turistas y que el mar nos refresca a todos por igual.  Que nadie es más que nadie en una playa, y que los atardeceres sobre las tres rocas nos convierten a todos en humildes observadores del mismo espectáculo que ninguno ha merecido y que a todos se ofrece por igual.

Y que una noche el viento y las olas quebraron y arrastraron el mástil con las banderas hasta la orilla, y que seguramente las recogieron los servicios de limpieza del ayuntamiento en el día en el que todos hacíamos las maletas para iniciar el viaje de vuelta a casa.


Lee también: Los mitos de la inmigración


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