Estampas de Tierra Santa

Una tumba vacía

Cultura · José Miguel García (Jerusalén)
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1 abril 2009
La Jerusalén antigua, considerada santa por judíos, cristianos y mahometanos, es una ciudad llena de monumentos religiosos. Seguramente los tres más famosos son el Muro de las lamentaciones (llamado por los judíos "el Muro occidental"), la mezquita de Omar y el santo Sepulcro. La elección del muro occidental como espacio de oración para los judíos se debe a su proximidad al lugar donde estuvo edificado el santuario de la época herodiana. El segundo venera la roca desde la que Mahoma, según un relato islámico, ascendió una noche al cielo; no obstante, el lugar de oración es la mezquita de Al Aqsa, edificada en la parte sur de la explanada del templo. El tercero es una iglesia construida sobre una tumba judía: el sepulcro de Jesús de Nazaret. Suele ser normal encontrar edificios sobre los restos de personajes famosos para honrar su memoria. La característica de esta tumba es que está vacía desde el segundo día en que fue enterrado el cadáver del Crucificado. ¿Qué sucedió con sus restos mortales?

El cadáver que fue puesto en el interior de este sepulcro desapareció no porque fuera robado o cambiado de lugar, sino porque resucitó. Aunque el nombre que recibe hoy esta iglesia es el santo Sepulcro, la primera edificación que se levantó sobre dicha tumba recibió otro nombre muy distinto: Anástasis. Así designó el emperador Constantino el edificio que mandó construir, por insistencia de su madre Elena, sobre aquel sepulcro vacío. Significa "resurrección" y alude a lo que allí sucedió: Jesús de Nazaret resucitó de entre los muertos. No en el sentido de que volvió a la vida después de un tiempo en el que no tuvo ninguna actividad vital; de este fenómeno tenemos ejemplos en la historia antigua y reciente. La resurrección de este crucificado no consistió en un volver a la vida que había tenido antes; es decir, su cuerpo no fue reanimado o revivificado. Alguien así, después de algún tiempo, muere y su cuerpo sepultado se corromperá. Se puede burlar la muerte una vez, incluso varias, pero no definitivamente. Jesús de Nazaret, sin embargo, venció a la muerte de una vez por todas; salió gloriosamente del sepulcro. Los libros cristianos más antiguos, recogidos bajo el título "Nuevo Testamento", cuando se refieren a este acontecimiento usan fórmulas distintas: "Jesús fue exaltado", "está sentado a la derecha de Dios", "fue glorificado", "fue investido de poder", etc. Con estas expresiones se quiere describir algo único y definitivo: posee la vida verdadera, la que no está sometida a la degradación, el sufrimiento y la muerte; él vive para siempre, la muerte ya no tiene poder sobre él.

¿Es posible que suceda algo semejante a un hombre? Por las noticias que tenemos, no. Todos los hombres -nobles o plebeyos, famosos o desconocidos, sabios o incultos, ricos o pobres- han muerto y permanecen bajo el poder de la muerte. Como recordaba Benedicto XVI en su homilía de la Vigilia de Pascua del 2007, "las puertas de la muerte están cerradas, nadie puede volver atrás desde allí. No hay una llave para estas puertas de hierro". Pero, a partir del día primero de la semana del año 30, se repite en la historia una extraña noticia: un judío crucificado por orden de Poncio Pilato, prefecto de la Judea, ha resucitado, ha abierto esas puertas. "Cristo, en cambio, tiene esta llave -continúa Benedicto XVI-. Su Cruz, la radicalidad de su amor es la llave que abre estas puertas. Este amor es más fuerte que la muerte". No es extraño que semejante anuncio haya sonado a los oídos humanos como algo fantástico, irreal, fuera de este mundo; algo a suprimir de la vida normal y cotidiana. ¿Quizá es éste el motivo que está en el origen de todos los intentos de destruir este edificio a lo largo de los siglos? De hecho, el sepulcro excavado en roca que albergó el cadáver de Jesús de Nazaret ya no existe: en el año 1009, el califa mahometano Al-Hakim lo mandó destruir con picos. Algunos años después los cristianos lograron reedificar en el lugar de la tumba una pobre capilla, que se destruyó en un incendió a comienzos del siglo XIX. El feo edificio que peregrinos o visitantes encuentran hoy al interno del santo Sepulcro fue construido por un arquitecto griego años después sobre las ruinas de aquel pequeño edificio medieval.

A pesar de estas destrucciones, que nacen de la incredulidad o del escepticismo de los hombres, el santo Sepulcro continúa testimoniando la victoria de un hombre, Jesús de Nazaret, sobre la muerte. Como anuncia el cristianismo, por su resurrección, Jesús volvió a la gloria celeste y fue constituido juez de vivos y muertos, Señor del universo. Por tanto, tiene la potestad de prometer y conceder la vida eterna a todo aquél que crea en él: "Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aun cuando muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre" (Jn 11,25s). Es más, porque ha resucitado, vive y está presente aquí y ahora, manifestándose y atrayendo a todos los hombres hacía sí, con el fin de hacerles partícipes de la vida plena, llevando todos los aspectos de la humanidad a su pleno cumplimiento. La resurrección de Jesús, dice el Papa, "es un salto cualitativo en la historia de la ‘evolución' y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí".

Por eso, aquel lugar es el fundamento de la esperanza para todos los hombres. La confianza de que el futuro será positivo, de que mi vida se cumplirá, de que mi deseo de felicidad encontrará una respuesta no nace de mi propia capacidad o de la fortuna que tenga, sino de lo que sucedió en el interior de aquella tumba vacía. Cancelar, olvidar o desinteresarse de aquella tumba es ir contra lo que cada uno de nosotros más desea: la propia felicidad. El bien de la sociedad, el bien de cada hombre nace de la adhesión a aquel acontecimiento.

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