Una Europa que refundar. Palabra de Benedicto XVI

Cultura · Robi Ronza
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25 junio 2016
Habrá que ver el precio que nos quieren hacer pagar las élites que hasta el momento han pretendido, con éxito, construirse una Europa a su medida pretendiendo que fuese también nuestra Europa. Pero lo primero que hay que decir del referéndum británico a favor o en contra de la Unión Europea es que ha sido un acto de gran libertad, y abre grandes esperanzas. En Gran Bretaña los electores han votado principalmente contra un orden constituido, político y mediático, que ha hecho todo lo que ha podido para que votara de otro modo.

Habrá que ver el precio que nos quieren hacer pagar las élites que hasta el momento han pretendido, con éxito, construirse una Europa a su medida pretendiendo que fuese también nuestra Europa. Pero lo primero que hay que decir del referéndum británico a favor o en contra de la Unión Europea es que ha sido un acto de gran libertad, y abre grandes esperanzas. En Gran Bretaña los electores han votado principalmente contra un orden constituido, político y mediático, que ha hecho todo lo que ha podido para que votara de otro modo.

En declaraciones a la RAI en su informativo matinal, de máxima audiencia, el ex presidente de la República italiana Giorgio Napolitano se ha permitido calificar de “incauto” al premier británico Cameron por haber sometido a referéndum popular la cuestión de la permanencia o no de su país a la UE. En cuestiones de tal importancia, según Napolitano, es mejor que el pueblo quede al margen. Dando muestras de una notable falta de pudor, su pupilo Mario Monti ha dicho aún más. El que fue jefe de un gobierno impuesto al Parlamento, y para ello nombrado senador pocos días antes de su entrada en el cargo, Monti ha afirmado que al convocar el referéndum Cameron habría nada menos que “abusado de la democracia”.

Resumiendo, cuando un pueblo vota según su propio parecer, y no como querrían ellos, a las élites acostumbradas a considerar como “cosa nostra” las instituciones europeas se les cae la máscara. En estos días, los Napolitano y Monti de toda Europa están fuera de sí, hasta el punto de ser ya incapaces de ocultar el autoritarismo recóndito, ya sea post-comunista o masón, que caracteriza su visión política desde hace no poco. Aunque en mi opinión el Brexit puede ser un shock saludable para la Unión Europea, sin duda no es algo que suceda todos los días. Como decía, las élites que no lo querían intentarán hacer pagar al mundo entero el fracaso de su proyecto, convirtiéndonos en chivo expiatorio sobre el que descargar emergencias que no tienen nada que ver con esto.

Es el caso, por ejemplo, de las acciones de grandes grupos bancarios que no saben qué puede pasar con el éxodo de Londres de la UE. Habrá pues que dar por descontado que nos esperan días turbulentos en los mercados internacionales, y quien tenga la capacidad de hacerlo debería intervenir para estabilizarlos. Entretanto, ya se ha disparado la “máquina” de la mistificación del significado más profundo del Brexit. En último término, el episodio en sí es un signo clamoroso del fracaso de la pretensión de construir la Europa política basándose solo en sus intereses y prescindiendo testarudamente de su propia historia y de los valores que la caracterizan. Europa solo se puede salvar si cambia decididamente de camino para redescubrir lo mejor de sí misma. Por el contrario, ya se está intentado difundir la idea de que, para salir de la crisis que ha puesto en evidencia el Brexit, no hace falta cambiar de rumbo sino seguir adelante con la cabeza gacha, como si nada.

Por motivos que son evidentes, las claves de la solución de esta crisis están en gran parte en manos de la gente de fe. Pero solo si la gente de fe es a su vez fiel a lo que ha encontrado. En ese caso, es buen momento para retomar un documento que hoy resulta más actual que nunca: el discurso de Benedicto XVI a los participantes en el congreso de la Comisión de los Episcopados de la Comunidad Europea, reunida en Roma el 24 de marzo de 2007, en vísperas del 50º aniversario de los tratados constitutivos de las primeras organizaciones europeas. Después de destacar los aspectos positivos del proceso que dio comienzo entonces, Benedicto XVI observó que Europa “de hecho está perdiendo la confianza en su propio porvenir. (…) No todos comparten el proceso mismo de unificación europea, por la impresión generalizada de que varios ‘capítulos’ del proyecto europeo han sido ‘escritos’ sin tener debidamente en cuenta las expectativas de los ciudadanos”.

“De todo ello se sigue claramente”, continuaba Benedicto XVI, “que no se puede pensar en edificar una auténtica ‘casa común’ europea descuidando la identidad propia de los pueblos de nuestro continente. En efecto, se trata de una identidad histórica, cultural y moral, antes que geográfica, económica o política; una identidad constituida por un conjunto de valores universales, que el cristianismo ha contribuido a forjar, desempeñando así un papel no sólo histórico, sino también fundacional con respecto a Europa. Esos valores, que constituyen el alma del continente, en la Europa del tercer milenio deben seguir actuando como ‘fermento’ de civilización. En efecto, si llegaran a faltar, ¿cómo podría el ‘viejo’ continente continuar desempeñando la función de ‘levadura’ para el mundo entero? Si, con ocasión del 50° aniversario de los Tratados de Roma, los gobiernos de la Unión desean ‘acercarse’ a sus ciudadanos, ¿cómo podrían excluir un elemento esencial de la identidad europea como es el cristianismo, con el que una amplia mayoría de ellos sigue identificándose?”.

“¿No es motivo de sorpresa que la Europa actual –continúa Ratzinger–, ¬ a la vez que desea constituir una comunidad de valores, parezca rechazar cada vez con mayor frecuencia que haya valores universales y absolutos? Esta forma singular de ‘apostasía’ de sí misma, antes que de Dios, ¿acaso no la lleva a dudar de su misma identidad? (…) Una comunidad que se construye sin respetar la auténtica dignidad del ser humano, olvidando que toda persona ha sido creada a imagen de Dios, acaba por no beneficiar a nadie. (…) En el actual momento histórico y ante los numerosos desafíos que lo caracterizan, la Unión Europea, para ser garante efectiva del estado de derecho y promotora eficaz de valores universales, no puede por menos de reconocer con claridad la existencia cierta de una naturaleza humana estable y permanente, fuente de derechos comunes a todas las personas, incluidas las mismas que los niegan. En ese contexto, es preciso salvaguardar el derecho a la objeción de conciencia, cuando se violan los derechos humanos fundamentales”.

Parece, ahora más que nunca, que se dirige a cada uno de nosotros la invitación y el ánimo con el que terminaba su discurso: “sé cuán difícil es para los cristianos defender denodadamente esta verdad del hombre. Sin embargo, no os canséis ni os desalentéis. Sabéis que tenéis la misión de contribuir a edificar, con la ayuda de Dios, una nueva Europa, realista pero no cínica, rica en ideales, sin ingenuas y falsas ilusiones, inspirada en la perenne y vivificante verdad del Evangelio. Por esto, participad activamente en el debate público a nivel europeo, conscientes de que ya forma parte integrante del debate nacional; y, además de ese empeño, llevad a cabo una eficaz acción cultural. No cedáis a la lógica del poder que es fin en sí mismo. Que os sirva de constante estímulo y apoyo la exhortación de Cristo: si la sal se desvirtúa, no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada (cf. Mt 5, 13)”.

Todas estas son urgencias que ya estaban en el centro de las reflexiones del entonces cardenal Joseph Ratzinger en un libro publicado en1992 que hoy está totalmente por redescubrir. Se titulaba “Una mirada a Europa: Iglesia y modernidad en la Europa de las revoluciones”.

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