Una ceniza muy defensiva

El día en el que comenzó la cuaresma, Marcos Rubio quiso comparecer ante las cámaras de la Fox con la cruz de ceniza en la frente. Para dejar claro que había estado en misa y que es católico. El gesto del secretario de Estado de Estados Unidos no hay que interpretarlo como la expresión de una nueva alianza de trono y altar, como una nueva forma de teología política. Tampoco como la reivindicación de esa “laicidad abierta” consustancial a su país donde las invocaciones a Dios y el uso de los símbolos religiosos están presentes desde que los “primeros peregrinos” cruzaron el Atlántico y llegaron a las costas de Massachusetts. No, Marco Rubio, no quería rechazar la laicidad francesa que insiste en prohibir cualquier forma de expresión de la fe en público.
La cruz de la ceniza de Rubio tiene que ver con un deseo de afirmar quién es, cuál es su origen, a qué pertenece. Es un deseo legítimo. Pero se concreta de un modo en el que la pertenencia se define por oposición, como una frontera que separa de los “otros”. Es expresión, en el fondo, de una inseguridad. Los signos de pertenencia, en este caso la cruz en la frente usada por Rubio, no dan noticia del contenido de la fe. No se expresa ese contenido utilizando un elemento propio de la liturgia en el ámbito político. Rubio recurre a un lenguaje que no está pensado para testimoniar ante el mundo las razones que hacen de la fe una experiencia digna de crédito. El signo de la cruz en la frente, adecuado en el contexto de las celebraciones cuaresmales, cuando se usa en un contexto laico cambia de significado. No es comprensible para los que no comparten el mismo modo de afrontar la vida y la muerte. Deja de ser una invitación a la conversión de quien ha abrazado libremente el catolicismo para mutar de sentido y transformarse en un instrumento de afirmación identitaria.
Si Rubio quiere dar testimonio de su catolicismo en política tendrá que mostrar como la inteligencia de la fe genera una inteligencia de la realidad a la hora de afrontar problemas concretos como la migración, la guerra en Ucrania o el conflicto en Oriente Próximo. Lo exige la laicidad. Y, sobre todo, lo exige su propio credo: el método de la encarnación. Ese método no hace significativo el dogma por la exhibición de las formas en las que se representa o por la repetición de enunciados. Ni siquiera por un comportamiento excelente desde el punto de vista ético. Ese método requiere una novedad humana compresible por todos, en las circunstancias concretas que todos comparten.
A Marco Rubio le pasa lo mismo que a todo hombre del siglo XXI. El siglo se ha vuelto fluido, incierto. No se puede vivir en la inseguridad, necesitamos saber quién somos y no quedarnos solos. Y por eso a menudo caemos en manos de pertenencias inmaduras y tóxicas, que tienen fuerza porque se presentan como víctimas, como minorías o mayorías atacadas. Las pertenencias sanas abren y permiten abrazar, nacen de un acto gratuito e inesperado. Las pertenencias enfermas son, por fuerza, defensivas.
Rubio, antes de entrar en la órbita de Trump, defendió con sus políticas a los negros y a los migrantes, minorías atacadas. Rubio pertenece a dos grandes minorías. Es hijo de exiliados cubanos. Es católico en un país en el que el 62 por ciento de los adultos se declara cristiano pero solo el 19 por ciento está bajo la obediencia de Roma.
Se puede ser miembro de una minoría y no estar definido por actitudes defensivas. Pero para eso hay que superar la censura de la razón que las dinámicas de autodefensa imponen. La pertenencia sana, gratuita, invita a tener lealtad con los hechos, a valorar la riqueza que hay en los otros. La pertenencia “de resistencia” necesita cancelar los hechos, justificarlo todo en nombre de la pervivencia del grupo.
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