Sobre la ola de violencia en México

Todo recomienza a partir de la persona

Mundo · Laura Juárez
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23 septiembre 2008
El pasado 15 de septiembre en Morelia, Michoacán, mientras se celebraba la fiesta de la Independencia de México, un atentado con explosivos se cobró la vida de ocho personas y dejó un centenar de heridos. Este hecho corona de manera lamentable la ola de violencia que se vive en México desde hace varios meses. Diariamente nos llegan noticias de ejecuciones y tiroteos registrados en diversas ciudades de nuestro país y también de la corrupción de las autoridades y las policías locales. El poder que despliegan las organizaciones criminales y la cantidad de personas que se benefician de colaborar con ellas, incluso dentro de las instituciones que deberían combatirlas, nos confirma lo cruenta y difícil que será todavía la guerra contra la delincuencia organizada.

La gravedad de esta situación, junto con algunos secuestros que recientemente han herido a la opinión pública, inevitablemente despierta nuestra exigencia humana de que las cosas sean distintas; los deseos de justicia, bien, paz y felicidad que nos constituyen. De hecho, asistimos a un despertar de la sociedad cuyo signo más evidente fue la movilización ciudadana del pasado sábado 30 de agosto, en la cual miles de mexicanos en todo el país y en algunas ciudades del extranjero marcharon para exigir una solución al problema de inseguridad pública. Después de haber vivido décadas bajo un Estado autoritario, esta movilización es un signo positivo de una sociedad que quiere ser cada vez más protagonista en la vida nacional.

Sin embargo, la urgencia de esta exigencia ciudadana y el enojo por la impunidad que hemos vivido durante años también ha resultado en una mayor presión de distintos grupos sociales para endurecer las penas a los delincuentes, y en particular para instaurar la pena de muerte en México, a la cual algunos órdenes de gobierno han respondido de manera complaciente. Privilegiar la reacción a la razón y satisfacer el clamor popular a toda costa es una grave tentación para nuestra joven democracia.

Al día siguiente de los atentados en Morelia, el presidente Calderón hizo un llamamiento a la unidad y también afirmó contundentemente que "no nos quitarán la esperanza". Pero, ¿es el terror la única fuente de nuestra unidad como país? ¿En qué puede apoyarse realmente nuestra esperanza? ¿En la fuerza coactiva del Estado? Nadie puede negar que sanear a los cuerpos policiales, buscar una efectiva impartición de justicia, así como establecer penas adecuadas es ciertamente necesario para enfrentar la situación, pero una solución integral debe centrarse sobre todo en la persona, en su dignidad irreductible y en sus necesidades.

Esto implica que toda reforma penal debe estar fundada sobre el respeto a la persona en todas sus dimensiones. También implica que tanto el Gobierno como la sociedad deben trabajar juntos para promover una mayor solidaridad, para atender las necesidades de los más pobres, para abrir oportunidades de desarrollo para todos y para reconstruir el tejido social. Pero sobre todo, es importante tomar conciencia de que la persona no solamente tiene necesidades materiales, sino una gran necesidad de sentido para vivir.

Por esto se necesita educar a la persona, su razón y su afecto, en una propuesta de sentido positiva que, si bien no elimina la posibilidad de error, sí puede ser factor de cambio personal y social. Esta urgencia por educar le concierne sobre todo a la sociedad, a todas las comunidades que la integran, y también debe extenderse a las cárceles. No basta con castigar a los criminales y recluirlos en penales de alta seguridad. El esfuerzo educativo, el esfuerzo de proponer una hipótesis positiva sobre la vida, debe también entrar en el ámbito penitenciario y proponerse a la libertad del recluso. Sólo así será posible, aunque no por ello menos ardua y dramática, una rehabilitación.

Los cristianos tenemos una gran responsabilidad, pues la esperanza de un cambio no nace de un sentimiento o de un sueño, ni siquiera de un esfuerzo de autoconvencimiento optimista, sino del encuentro con una Presencia que nos ama gratuitamente, que responde a nuestro corazón y transforma nuestra vida. El cristianismo es precisamente la experiencia de esta Presencia buena, que no elimina el dolor por lo que sucede, pero sí hace renacer nuestra humanidad y nos da la tenacidad para luchar y construir cada día ahí donde nos encontramos. Sólo la experiencia de esta novedad en el presente puede ser fuente de esperanza para nuestra vida y la de nuestra sociedad.

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