Testigo de la paz de Cristo

Mundo · José Luis Restán
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6 mayo 2009
Basta echar un vistazo a la prensa internacional para dar la razón al Custodio de Tierra Santa, P. Pizzaballa, cuando advierte que con su visita a la región el Papa va a entrar en una cristalería muy delicada, donde cada palabra y cada gesto corren el riesgo de ser instrumentalizados. Quizás por ello el portavoz vaticano Federico Lombardi ha calificado esta peregrinación como "un acto decididamente valiente y un hermoso testimonio de compromiso para poder llevar un mensaje de paz y reconciliación en situaciones difíciles".      

Benedicto XVI conoce los problemas. Lleva meses escuchando sugerencias y consejos con la paciencia y la mansedumbre que le caracterizan, tanto como la tenacidad a la hora de arar el surco que su conciencia de pastor le indica. El primer lugar de su preocupación lo ocupan los cristianos de la zona. Sabe que precisamente entre ellos ha cundido en un primer momento la inquietud por las posibles manipulaciones que pueden traducirse en una lectura política favorable a los intereses de Israel. A ellos ha querido dirigirse el pasado domingo en el Ángelus para decirles que va a su encuentro como hermano y como padre, que les lleva la confirmación en la fe que es propia del apóstol Pedro; para decirles que la Iglesia entera está con ellos, que comprende sus sufrimientos y desvelos, y confía en que permanezcan firmes en la fe, testigos vivos de una historia que comenzó en Belén de Judá y que, aunque alcanza los confines del mundo, no puede desvincularse de aquella geografía.

El Custodio Pizzaballa decía hace unos meses que los cristianos de Tierra Santa necesitan vencer la marginación, la sensación de soledad y de acoso, necesitan levantar la mirada de esa especie de jaula tejida por los problemas políticos y sociales, necesitan vencer también la tentación de las pequeñas rencillas cotidianas que amenazan debilitar la conciencia de su unidad. La presencia y la palabra del Papa, que sabe reconducir todos los problemas al corazón de la fe, no puede ser más oportuna para responder a esa necesidad. Y esa gracia, ese testimonio que construye verdadera comunión, desbordará con mucho las rastreras interpretaciones de unos y de otros, la pequeña política de salón o de sacristía que amenaza con distraernos de lo verdaderamente importante.

Por lo demás, el Papa no es portador de una solución política para el conflicto. Eso sí, colocará en medio de la plaza una mirada que nace del Evangelio y como tal puede iluminar y sanar heridas y desencuentros. Benedicto XVI no lleva un cálculo de oportunidades, sino que confía en la capacidad de la fe cristiana para dar forma a una convivencia en paz y libertad. Sabe que entra en un campo de tensiones, donde cada uno esperará de él una confirmación más o menos explícita de sus posiciones e intereses. Las interpretaciones que israelíes y palestinos pueden hacer son conocidas de antemano, pero lo que nos importa ahora es conocer la propia interpretación que dará Benedicto XVI, un hombre que no cede a la corrección política ni a la diplomacia mal entendida.

Para él es esencial subrayar la raíz hebrea de la fe cristiana, el misterio de la indisoluble conexión que liga a judíos y cristianos hasta el final de los tiempos y la responsabilidad común que deriva de ese vínculo. Pero sin ocultar ni reducir la diferencia, el signo de contradicción que encarna Jesús de Nazaret, que se proclamó Hijo de Dios, y que Pablo sufrió y describió como nadie. Hermanos y amigos hasta la muerte, pero con la libertad de decir sí y no cuando corresponda. Porque el pueblo judío no puede esperar que la amistad con la Iglesia se convierta en aval de todas las contingencias histórico-políticas que atraviese, sino que debe entenderla como una fidelidad llena de estima y de veneración, por la que a veces se hace preciso decir "no" sin que eso suponga amargura ni separación. 

En cuanto al mundo musulmán, estamos aún en el surco abierto por la lección del Papa en Ratisbona, en el que ha crecido el fruto de la carta de los 138 sabios islámicos. Ha comenzado una nueva etapa de diálogo sobre bases más realistas y profundas, donde se aborda la cuestión crucial de las relaciones entre fe y razón, la libertad religiosa y el rechazo de cualquier justificación de la violencia. La generosa etapa de Benedicto XVI en Amman subraya este punto esperanzador, con la cálida acogida de la corte Hachemita, promotora de un diálogo y una convivencia que resultan ejemplares en medio de un panorama en el que no disminuyen las dificultades de los cristianos en tierras del Corán. Es muy posible que en la etapa jordana el Papa se reúna con los refugiados cristianos iraquíes, martirio vivo de la Iglesia a comienzos del siglo XXI. También con eso debe hacer cuentas el diálogo cristiano-musulmán.   

En cuanto a los palestinos, el Papa quiso recordar explícitamente sus sufrimientos y justas aspiraciones en el Ángelus del pasado domingo. Visitará uno de los campos de refugiados y recibirá a una delegación de cristianos y musulmanes de la franja de Gaza, donde todavía están abiertas en carne viva las heridas de la reciente guerra, y donde cada día se desarrolla un sordo y sangriento enfrentamiento entre las facciones palestinas de Hamás y Al-Fatah. "Voy como peregrino de paz", ha repetido el Papa, pero una paz basada en la justicia, la verdad y el perdón. Palabras grandes, para algunos quizás demasiado grandes, pero que seguramente sólo el Papa puede decir, a un tiempo, junto al muro que hiende la tierra y dibuja el odio mutuo y el rencor, y junto a otro muro, el que recuerda la historia atormentada y al tiempo signo de esperanza del pueblo de Israel. Construir la paz no es sólo cuestión de acuerdos y repartos, sino de un cambio en los corazones, y a eso se dirige esta peregrinación. Con la fuerza misteriosa que apareció una noche en Belén, esa fuerza que ha congregado un pueblo nuevo que el Papa humildemente encabeza.

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