¿Te gusta Tintín o hablamos de guerra culturales?

Editorial · Fernando de Haro
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13 septiembre 2021
Astérix y Tintín, los protagonistas de los mejores comics de la historia, han ardido en Canadá. Sus libros se han quemado. Se los ha considerado racistas y políticamente incorrectos por varios motivos.

Frente a lo que algunos llaman la censura de un nuevo puritanismo hay quien receta apretar fuerte en las guerras culturales. ¿Servirán esas guerras para abrir los necesarios y ansiados espacios de libertad?

Anne Appelbaum, en el que según The Washington Post y The Financial Times es el mejor libro del año (El ocaso de la democracia), denuncia la aparición de tics autoritarios en los sistemas liberales. La periodista y ensayista ha vuelvo a la carga en un reciente artículo en The Atlantic. Denuncia que muchos lo han perdido todo por haber roto ciertos códigos sociales sobre temas tabú relacionados con el origen étnico de las personas, el sexo o la identidad. Cita como ejemplo la salida de Ian Buruma, editor de The New York Review of Books, por sus opiniones sobre el movimiento #MeToo y el ostracismo profesional que ha sufrido. Señala que en Estados Unidos es cada vez más frecuente que los profesores universitarios tengan miedo de dar clase porque sus alumnos pueden denunciarlos por no ser correctos. Cada vez lo tienen vez más difícil para hacer uso de la libertad de pensamiento y de investigación. Los llamados “lugares seguros” universitarios en realidad son cárceles.

Appelbaum fue una de los 153 firmantes de la carta que apareció ya hace algo más de un año en la prestigiosa revista estadounidense Harper´s Magazine de tendencia liberal (lo que en Europa entendemos como progresista o de izquierdas). En la misiva se criticaba la llamada cultura de la cancelación (cancel culture). Este grupo de intelectuales denunciaba una forma de poder no gubernamental, ejercido de forma gaseosa, por gestores de contenidos, líderes de opinión, directores de medios, entre otros, que ejercen un nuevo puritanismo. Nuevos puritanos es el título de un artículo que Brian Patrik Eha publicó hace algo más de un año en City Journal. Lo hizo para denunciar el asfixiante ambiente creado por un “moralismo iliberal”. En nombre de la lucha contra el racismo, la xenofobia o la discriminación sexual, siempre necesaria, se estaría produciendo un rechazo al pensamiento libre, independiente y ajeno a ciertos nuevos cánones que rigen incluso al hablar de la comida. Los firmantes de la carta pedían más debate, más argumentación y menos censura. Appelbaum y sus colegas no son los únicos. Otros reclaman una resistencia y una lucha contra el posmodernismo desde posiciones marxistas. La nueva censura habría producido una especie de “ingeniería semántica”. Marcuse ya hablaba de “tolerancia represiva” hace más de 10 años.

Se reclama, para responder a esa falsa tolerancia, al sentimentalismo tóxico, al revisionismo histórico marcado por neo-dogmas, emprender nuevas guerras culturales y reforzar las que ya están en marcha. Abastecerlas de suficiente munición, de artillería pesada, reforzarlas con conflictos a campo abierto y con escaramuzas de guerrillas. Sus promotores defienden que la neutralidad ha desaparecido en la cultura, en la universidad, en las instituciones. Y hay que recurrir a la vieja fórmula de Gramsci: recuperar la hegemonía en las fuentes de producción de sentido. Y si no es posible la hegemonía, algo que se la parezca. Y si no se puede llegar a algo que se le parezca, al menos asomarse. Ahí está el origen de todo cambio. El objetivo sería crear una gran alianza que incluyera lo que quede de la vieja socialdemocracia, el mundo liberal y conservador, los viejos ilustrados frustrados por la deriva de los tiempos y ocupar el mayor número de espacios para luego liberarlos. Hacer frente al dogma identitario y cancelador con los contenidos tradicionales de la ilustración: libertad e igualdad.

El objetivo de la liberación ciertamente existe. Sin duda vivimos en un tiempo en el que la libertad es un bien escaso. Otra cosa es que las guerras culturales vayan a servir para aumentarla. Los nuevos puritanos y sus rivales comparten en el fondo el mismo método, lo que les diferencia es el bando y el objetivo. En ambos casos no se tiene en cuenta cuál es el gran recurso para abrir espacios de libertad: el valor que tiene la persona. Parece desconocerse la casi indestructible capacidad de la gente, de su estructura existencial profunda, para distinguir lo que es humano de lo que es inhumano. Últimamente todo el mundo confía mucho en el poder de la ideología o de las potencias culturales y muy poco en el poder de la vida. Por eso vivimos en un tiempo dominado por los clérigos, por los clérigos-clérigos y por los clérigos-laicos. Es la vida, la vida en sus formas elementales, la vida de quien trabaja, de quien sufre, de quien ama, la que decide, siempre y cuando esa vida juzgue mínimamente qué le dice la cancelación, la tolerancia represiva o los universales abstractos de igualdad o libertad. Es ese juicio, que muchas veces no se hace ni en los grandes medios ni en los centros de poder, sino en sitios insospechados, es el único que abre espacios de libertad. Si alguien quiere hacer un trabajo cultural en favor de la libertad, organizar un movimiento social, que lo desarrolle para acrecentar la potente capacidad de discernimiento que sale de la vida, de las exigencias que la vertebran. Cualquier otra fórmula no ayuda a superar “la minoría de edad”. ¿A ti te gusta Tintín? ¿Por qué?

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