Editorial

Re/Irrelevancia política

Editorial · Fernando de Haro
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18 febrero 2018
Paradoja. La globalización está acabando con el concepto y la experiencia de soberanía nacional tal y como la conocíamos desde hace tres siglos. Los partidos políticos de la postguerra (Alemania y Francia), los que se crearon con el ciclo de democratización de los años 70 (España y Portugal) y las nuevas formaciones surgidas en los años 90 (Italia) dan síntomas de agotamiento. Y, sin embargo, en la vida social, el ser para/en/con partido, se convierte casi en una obsesión.

Paradoja. La globalización está acabando con el concepto y la experiencia de soberanía nacional tal y como la conocíamos desde hace tres siglos. Los partidos políticos de la postguerra (Alemania y Francia), los que se crearon con el ciclo de democratización de los años 70 (España y Portugal) y las nuevas formaciones surgidas en los años 90 (Italia) dan síntomas de agotamiento. Y, sin embargo, en la vida social, el ser para/en/con partido, se convierte casi en una obsesión.

Las almas nobles, defensoras de grandes ideales, con una sana vocación histórica, advierten del riesgo de la irrelevancia política si no hay comercio de partido. Histórico y realista comercio de partido: votos por políticas. No ser reconocido por el partido, por alguno de los partidos, no ser en cierto modo “partido” se identifica con la insignificancia social o política y produce ansiedad. Tanto es así que los movimientos que han nacido en los últimos años con la pretensión de renovar la vida pública (15M en España, 5 Stelle en Italia), o de protestar por la política migratoria (populismos varios) han adoptado inmediatamente la estructura y las prácticas de las antiguas formaciones.

Los viejos y nuevos partidos consiguen, en un momento de evidente declive, su máximo poder. Solo existes, solo eres alguien si eres capaz de que los partidos incluyan en algún rincón de su agenda aquellas cosas bonitas en las que crees o que has levantado con tu esfuerzo y sacrificio. La libertad depende de que haya un político que defienda “lo nuestro”. Y “lo nuestro”, de este modo, deja de ser lo nuestro para transformarse en el hueco que hemos conseguido abrir en la agenda de un partido. Sin abrir un espacio político, entendido tal y como lo entienden los partidos, creemos no tener tiempo, no ser. Es el más alto grado de partitocracia y probablemente una de las consecuencias de entender la política como simple mediadora entre intereses privados.

La evolución de los partidos en los últimos años en buena parte de los países de Europa ha provocado que su base popular, su relación con la sociedad civil, sea cada vez menos relevante. El fenómeno ha sido especialmente acusado en España. Ha acabado imponiéndose un tipo de formación que es partido-Estado. Concebida y preparada para captar el mayor número de votos, a través de una mediación mediática, su único fin parece ser el de ocupar el mayor espacio posible de la Administración con la menor implicación social posible. La voluntad de ocupar espacios administrativos se acaba trasladando a la justicia, a las organizaciones colegiales, a la vida universitaria, a las iglesias.

Si la política es una simple mediación y ordenación de los intereses privados, capaces por sí mismos de generar prosperidad, es lógico que se entienda al partido-Estado como el mediador o el conseguidor por excelencia.

Esta concepción, y la ansiedad de ser para/en/con el partido que genera, constituye un síntoma claro de debilidad. Supone considerar irrelevante y ahistórica la socialización no comercial o no administrativa. Los derechos de participación se identifican con el voto o con las labores de lobby. Seguramente porque no se conoce la capacidad de transformación que tienen las experiencias sociales de base. O porque se las interpreta como irrelevantes. De este modo, la libertad se acaba concibiendo como algo otorgado desde arriba.

En España hay razones históricas que explican la dependencia de los partidos-Estado. Es uno de los países de Europa en el que sus ciudadanos más participan en manifestaciones y protestas. No por casualidad en sus plazas se hizo familiar la expresión “indignados” que luego se ha utilizado en todo el mundo. Pero la participación en organizaciones del Tercer Sector o en actividades de voluntariado es muy baja. Desde comienzos del siglo XIX la “revolución liberal” fue un fenómeno promovido desde arriba y la pasividad alentada por la dictadura parece persistir. Sorprende que, en otros países, con mucha más vertebración social, la mentalidad clientelar hacia los partidos se haya extendido.

Habrá quien haya renunciado de antemano a la relevancia política. El tiempo les hará ver que no hay refugio posible. Pero a los que nos sigue interesando tendremos que hacer las cuentas con la historia: hay modos de buscarla que nos hacen insignificantes, dependientes. Nos convierte en objeto fácil de comercio que luego se desecha. En las balanzas que miden hasta el más pequeño miligramo de poder siempre tendremos las de perder. Esa debilidad se supera con una experiencia de relevancia social en acto. Es la que permite hablar de igual a igual con los partidos-Estado, partidos que al final están hechos de hombres que también estiman la libertad real.

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