Razones del fracaso del PP en Valencia

España · Agustín Domingo Moratalla
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28 mayo 2015
La Comunidad Valenciana ha sido uno de los territorios donde el fracaso del PP en las elecciones autonómicas y municipales ha sido más significativo. En el parlamento autonómico se ha perdido una mayoría absoluta que había durado casi dos décadas y en el simbólico ayuntamiento de Valencia el fracaso ha sido mayor del esperado, pasando de 20 a 10 concejales sin la mínima esperanza de que Ciudadanos pueda ser la bisagra con la que se soñaba.

La Comunidad Valenciana ha sido uno de los territorios donde el fracaso del PP en las elecciones autonómicas y municipales ha sido más significativo. En el parlamento autonómico se ha perdido una mayoría absoluta que había durado casi dos décadas y en el simbólico ayuntamiento de Valencia el fracaso ha sido mayor del esperado, pasando de 20 a 10 concejales sin la mínima esperanza de que Ciudadanos pueda ser la bisagra con la que se soñaba.

Los analistas coinciden en una causa básica que lo explica: la gestión de la corrupción. El hasta ahora presidente del partido y la Generalidad, Alberto Fabra, había establecido una férrea cruzada contra la corrupción marcando líneas rojas y dejando fuera de las listas, los gobiernos y las administraciones a personas que hubieran sido imputadas, con independencia del fundamento real que tal imputación tuviera. Esa cruzada no ha dado sus frutos.

Primera, el frágil liderazgo de Alberto Fabra; éste sustituyó a Francisco Camps como presidente de la Generalidad cuando fue imputado en el caso de los trajes y las complicidades con la madrileña trama Gurtel de financiación irregular. No llegó después de un congreso sino como mal menor y con la finalidad de compensar absurdas cuotas territoriales. Alicante había tenido a su presidente Zaplana, Valencia había tenido a Olivas que preparó el camino a Camps y, por consiguiente, el partido debía proponer un candidato de Castellón. Este fue el núcleo de la argumentación con la que se justificó la sustitución de Camps.

A excepción del ayuntamiento de Castellón, nadie conocía al nuevo presidente. Los barones territoriales aceptaron la propuesta creyendo que el perfil bajo les permitiría seguir gestionando poder. Se encontró con un equipo de gobierno sin personas de confianza, con un grupo parlamentario que no controlaba y, después del triunfo de Rajoy, con un partido que orgánica y administrativamente no le inyectó la mínima confianza. El apoyo de Madrid llegó muy tarde y muy mal, dejando que Fabra tuviera que buscarse la vida por su cuenta. Si a esto añadimos el enrocado liderazgo de Rita en Valencia, nos encontramos con unas huestes amnésicas e ingobernables donde unos y otros se doctoraban aceleradamente en el máster de las malas artes.

A ninguno de estos líderes del PP se le ocurría pensar que estaban dando la espalda a varias generaciones de votantes. Primero a los históricos porque no se reconocían en esos gestores prepotentes. Segundo a los cientos de altos cargos que el partido se había ido dejando en la cuneta como cadáveres cívicos a los que orgánicamente se despreciaba. Tercero a los jóvenes que podían tener alguna ilusión o vocación por la política porque lo que veían en asambleas, agrupaciones y encuentros era de todo menos entusiasmo, ideas, argumentos, propuestas y metas cívicas que compartir. Un partido que penaliza y castiga a sus bases, que desprecia las tradiciones de las que se alimenta y que minusvalora a la gente joven que se acerca porque quiere participar en la vida pública, está condenado al fracaso.

Segunda, el agotamiento del ciclo político, las personas que lo han pilotado y las formas de hacer política. Era difícil que la cruzada contra la corrupción se saldase positivamente cuando los cuadros políticos estaban carentes de rumbo, administrativamente agotados y el principio de sospecha presidía todas las reuniones de estrategia electoral. Los técnicos, los eventuales o fijos y los funcionarios de las administraciones han comprobado la carencia de criterio en sus jefes de unidad, área o administración.

Cada consellería, área y servicio, cuando remaba, lo hacía en una dirección diferente. Si a ello se une el déficit en la financiación autonómica sin resolver, la falta de visión política de los diferentes ministerios de Madrid que han tratado despóticamente a sus propios correligionarios de partido, el analfabetismo ideológico de los altos cargos nombrados en los últimos años, la fuga acelerada de talento y el desprecio a quienes no eran de las propias tribus partidistas, el cóctel estaba preparado. Ya se vio el año 2003 cuando zaplanistas, campistas, ripollistas, fabristas, ritistas o rusistas afilaban unas navajas que han venido utilizando en los últimos años, meses, incluso en la propia campaña electoral.

El PP no ha renovado la ilusión que crearon los primeros gobiernos cuando la administraciones públicas vieron en sus cuadros liderazgo y talento. En las últimas legislaturas se ha incrementado la distancia entre partido y administración, entre partido y sociedad civil, entre partido e instituciones públicas. Ese autorreferencialismo cosméticamente envuelto con el victimismo de Madrid y con la salida de la crisis, ha sido la causa de que la clase media quiera darle un merecido castigo a la prepotencia mostrada por ciertas personas en ciertos feudos. Hay concejales, conselleres y profesionales de la política que no sabían la primera lección de la cartilla: a pesar de haber echado los dientes en el cargo, ellos son los últimos interinos.

Este agotamiento del ciclo no ha beneficiado a la izquierda moderada y socialdemócrata del PSOE, que ha perdido un tercio de sus votantes tradicionales, que durante esta campaña ha ocultado sus siglas de “país valencià” para presentarse sólo como PSOE y no como PSPV. Tampoco ha beneficiado al valencianismo moderado que había sido reciclado por el PP. Ha beneficiado a las izquierdas, en plural, es decir, a unas izquierdas que habían mostrado sus reparos a la Constitución del 78 y la cultura de la transición, ha beneficiado al conjunto de colectivos hasta ahora marginales que lideraron el 15M (que diseñaron, planificaron y organizaron las sucesivas manifestaciones anti-sistema de los últimos años) y, sobre todo, ha beneficiado a una izquierda burguesamente “alternativa”, anti-sistema, pancatalanista, ecologista y, en algunos casos, resentida y con voluntad de revancha.

Unas izquierdas en plural que no sólo aplauden el mal gusto de la política camisetera que no respetó las formas, sino unas izquierdas movilizadas y lideradas desde administraciones públicas, centros educativos públicos y con fondos públicos. Numerosos empleados de estos centros han presumido ostensiblemente de protestar ante las sedes del PP, manifestarse sin permisos en las plazas públicas, mirar para otro lado cuando se han quemado contenedores o destrozado mobiliario público y atribuirse un pedigree democrático que, si no promovían directamente, al menos consentían con ciertas prácticas totalitarias. Estas izquierdas en plural no son los portavoces de los pobres, los desfavorecidos y los parados, tampoco de los marginados o vagabundos.

Podríamos encontrar más razones para explicar el fracaso del PP y la cruzada contra la corrupción. Además del frágil liderazgo de Fabra y el cambio de ciclo político, tampoco se puede menospreciar el desprecio de la cantera, el abandono de las clases medias, la ridiculización de las tradiciones con las que se formaron las bases y, sobre todo, cierta incapacidad para liderar políticas públicas en una economía social de mercado o unas políticas sociales vertebradas desde la responsabilidad solidaria. Razones que exigen una historia que tendrá que ser contada en otra ocasión.

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