Por una costilla

Mundo · Carlos Perez Laporta
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12 marzo 2018
Ya en el Edén el mundo estaba paralizado sin Eva; por ello, por extraño que parezca, andaba Adán sumido en una paradisiaca desdicha. Nada pudo hacer él sin ella, más que distraerse llamando por su nombre a los bichos que rondaban por el lugar, sin obtener nunca respuesta. Era la soledad la que congelaba el mundo; la historia no comienza hasta el momento en que se pone la sexualidad, dirá Kierkegaard. Por eso se decidió Dios a crear a la mujer, para que todo pudiera empezar.

Ya en el Edén el mundo estaba paralizado sin Eva; por ello, por extraño que parezca, andaba Adán sumido en una paradisiaca desdicha. Nada pudo hacer él sin ella, más que distraerse llamando por su nombre a los bichos que rondaban por el lugar, sin obtener nunca respuesta. Era la soledad la que congelaba el mundo; la historia no comienza hasta el momento en que se pone la sexualidad, dirá Kierkegaard. Por eso se decidió Dios a crear a la mujer, para que todo pudiera empezar.

La semana pasada se organizó un alto, no en la historia ni en el mundo, sino en la fábrica. De entre las manifestantes, algunas quisieron salvar las distancias con sinécdoques panfletarias: “nosotras movemos el mundo y hoy lo paramos”. El cosmos se detuvo y la historia entró en suspensión; tuvimos que descalzarnos los pies, pues pisamos el prístino terreno de la epifanía. Una nueva creación, un nuevo mundo. “Yo no salí de tu costilla, tú saliste de mi coño”. Eva ya no quiere ser carne de su carne, ni hueso de sus huesos; la mujer emancipada no es de nadie. De hecho, ya ni siquiera es carne o huesos, sino lo que quiera ser.

Pese a la publicidad engañosa, esa libertad infinita tiene tres límites, tres deberes de la nueva ontología femenina, que se imponen necesariamente. El primero se refiere a la destrucción de la antigua mujer: para la nueva construcción es necesario una cartesiana demolición de la feminidad; y de ahí la paradoja: la mujer debe ser misógina. La segunda se refiere a la construcción: despreciada la de Adán, la mujer necesita un nuevo costillar; pues, entre tanta verborrea posestructuralista, se obvia la imposibilidad de la creación ex nihilo.

Por sorprendente que parezca, la falocracia nietzscheana salva los dos obstáculos: ¿De qué haremos a la mujer? «De la costilla de Dios, ideal del macho». Para arrancarle la costilla a Dios no hace falta sumirlo en el sueño, ya lo hemos matado. Aún muerto, o precisamente por ello, el Hacedor encarna más que nunca nuestro ídolo: la fábrica, la producción; pero ahora afectada por la muerte divina, se mueve sin finalidad alguna, como pura muestra de poder. ¡Oh, admirable creación! La mujer será igual al hombre, porque será introducida –con Sísifo– en su estúpida condena.

Pero este bello trile esconde su timo, y de ahí el tercer límite. Cuando el trabajo ha consumido sus fuerzas, el hombre conserva la posibilidad de volver sobre su carne; al final de la vida se descubre que lo que realmente valía la pena no era su idolatrada fábrica, sino su familia. No así la nueva mujer; su nueva hechura es espiritual, y no tendrá dónde reposar la cabeza. El ideal descarnado no vacila, existe por sí y para sí; no tiene derecho a existir de otro modo. Fuera de la cadena de producción, la mulier faber no encontrará sentido en el mundo. El hombre, lo que de él quede, le será desconocido; será su enclenque enemigo carnal, que no se atrevió realizar el ideal, obligado a sumirse de nuevo en la solitaria sapiencia zoológica de cualquier documental siestero. Entonces sí, puede que se pare el tiempo, porque habrá desaparecido la sexualidad.

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