¿Por qué da miedo una sociedad sin aborto?

España · Benigno Blanco Rodríguez
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9 julio 2014
Tomás de Aquino, con la profundidad antropológica que le caracteriza, dejó escrito que el bien lo conoce mejor el que lo practica que el que no lo practica y que, en cambio, el mal lo conoce mejor el que no lo practica que el que lo practica. Ruego al lector que se detenga un momento y relea –¡saboree con calma!– lo que acabo de escribir para valorar la profundidad de tal afirmación.

Tomás de Aquino, con la profundidad antropológica que le caracteriza, dejó escrito que el bien lo conoce mejor el que lo practica que el que no lo practica y que, en cambio, el mal lo conoce mejor el que no lo practica que el que lo practica. Ruego al lector que se detenga un momento y relea –¡saboree con calma!– lo que acabo de escribir para valorar la profundidad de tal afirmación, pues esta elemental constatación permite entender por qué a una sociedad como la nuestra le cuesta tanto volverse con aprecio a realidades valiosas como la vida, el matrimonio y la familia.

Pongamos ejemplos más cercanos y personalizados para ayudar a entender bien esta idea. El drogadicto, el fumador o el borrachín (es decir, los que practican un mal) no pueden entender lo bien que se vive sin esas dependencias, pues les falta esa experiencia y les da miedo tenerla. En cambio los que no se drogan, fuman o beben pueden valorar muy bien lo estupendo que es no vivir colgados de una dependencia que podría cercenar su salud, limitar su sociabilidad y condicionar su libertad. Reitero la idea de Tomás: el bien lo conoce mejor el que lo practica que el que no lo practica; y el mal, por el contrario, lo conoce mejor el que no lo practica que el que lo practica. Y, lo mismo que a las personas, les pasa a las sociedades.

Traslademos esta reflexión al debate actual sobre el aborto en España. Dejando al margen a las minorías ideologizadas y radicalizadas que ven el aborto como algo bueno en sí mismo, resulta sorprendente que muchos que en principio no ven el aborto como algo deseable, sin embargo apuesten por leyes permisivas del mismo por entender que sin tales leyes la sociedad sería más injusta y se crearían situaciones personales insoportables. Quizá lo que les pasa a éstos es que no conocen el bien que supone una sociedad que apuesta por la vida, porque de hecho en su vida personal apuestan por lo contrario y, por lo tanto, no son capaces de conocer y entender la felicidad de quienes viven abiertos a la vida. Son como el borrachín que piensa que sin alcohol no es posible pasar la vida, porque no conoce otra cosa y le da pavor existencial experimentar si está equivocado.

Quienes creen que la permisibilidad legal del aborto es imprescindible para resolver “determinadas situaciones”, son como el drogadicto que no puede concebir la vida sin chutarse pues siente que sin la dosis la vida sería insoportable. Pero el drogadicto y el que defiende el aborto se equivocan: como se adhieren al mal, no conocen el bien alternativo y éste les da miedo siquiera como hipótesis. Ellos no lo pueden entender, pero la vida sin droga es estupenda y la sociedad sin aborto es mucho más justa y alegre. Se parecen a aquellos que en otras épocas creían que una sociedad sin esclavos sería inviable e insoportable: por practicar el mal –la esclavitud– no podían entender el bien de una sociedad de hombres libres.

Sucede los mismo con otros grandes debates antropológicos de nuestra época: quienes no intentan vivir una sexualidad responsable no pueden entender la maravillosa libertad y felicidad que ésta proporciona ni las creativas posibilidades vitales que engendra para la relación interpersonal; quienes no son capaces de proponerse una relación matrimonial fiel y permanente en el tiempo, no pueden entender la fuente de felicidad que genera este estilo de vida. También en estos campos se cumple la intuición tomista: el bien lo conoce mejor el que lo practica que el que no lo practica; y el mal, por el contrario, lo conoce mejor el que no lo practica que el que lo practica.

Si el anterior análisis es correcto –y lo es–, para avanzar en la construcción de una sociedad comprometida con la vida (o con la sexualidad responsable, el matrimonio o la familia), es imprescindible hacer que quienes están habituados al mal pierdan el miedo a experimentar el bien. Y este es el terreno de la transformación personal; se trata de un objetivo que está más allá de la fuerza de las leyes. Las leyes pueden coadyuvar a favorecer este cambio pero no lo pueden provocar por sí mismas; está más allá de su ámbito de eficacia. Quienes pueden provocar la revolución que nuestro mundo necesita son quienes pueden testimoniar con su vida que practicando el bien se puede ser muy feliz. Quienes conocen el bien porque lo practican tienen que hacer llegar con su testimonio personal su mensaje a quienes no lo conocen porque no lo practican.

En materia de aborto, el mensaje es el mismo: quienes apuestan por la vida deben ser capaces de mostrar con su testimonio personal que la vida merece la pena, para que puedan aprender quienes no se atreven a apostar por rechazar el aborto. Por eso las leyes que establecen mecanismos para favorecer la apuesta por la vida –como sucede con el anteproyecto Gallardón– son un buen paso en la dirección correcta, por pequeño que sea ese paso.

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