Nuestro voto: la libertad y sus implicaciones

España · José Luis Restán
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20 mayo 2015
El artículo-editorial de Páginas “Votos por la libertad” me invita a tomar la palabra en esta decisiva semana. No puedo estar más de acuerdo: ¡votos por la libertad! Es el criterio que yo he manejado, personal y comunitariamente, desde hace treinta años: a la hora del voto, primar la libertad real que favorezcan las diversas fuerzas políticas, y la libertad de la Iglesia especialmente: libertad de educar y libertad de construir, libertad para narrar en la plaza pública las razones de nuestra propia identidad y las razones que aportamos para construir una vida buena, junto a otros, en la ciudad común. Sí, también yo releo a San Agustín, y tampoco soy un ratzingeriano de última hora…

El artículo-editorial de Páginas “Votos por la libertad” me invita a tomar la palabra en esta decisiva semana. No puedo estar más de acuerdo: ¡votos por la libertad! Es el criterio que yo he manejado, personal y comunitariamente, desde hace treinta años: a la hora del voto, primar la libertad real que favorezcan las diversas fuerzas políticas, y la libertad de la Iglesia especialmente: libertad de educar y libertad de construir, libertad para narrar en la plaza pública las razones de nuestra propia identidad y las razones que aportamos para construir una vida buena, junto a otros, en la ciudad común. Sí, también yo releo a San Agustín, y tampoco soy un ratzingeriano de última hora…

Nunca me he hecho ilusiones respecto a lo que se podía esperar de quienes el editorial de Páginas denomina “aliados políticos”. Eso sí, aplicando un juicio realista (palabra que subraya justamente el editorial) es necesario discernir en cada momento y en cada lugar qué partidos aseguran mejor algunos espacios esenciales de libertad; quiénes favorecen más (aunque sea un poquito más) la subsidiariedad; quiénes permiten, frente a la agresiva agenda laicista de otros, algo más de campo para decir en público nuestra narración de la vida y de la historia; e incluso quiénes no ponen a la Iglesia en su diana, aunque tampoco la ayuden mucho a la postre. Todo ello con plena conciencia de las coordenadas culturales en que nos situamos, de la profunda pérdida del sustrato cristiano de nuestras sociedades, a la que no pueden ser ajenos los partidos, incluso aquellos que un día invocaron la inspiración del humanismo cristiano. En definitiva, se trata de ver quiénes defienden hoy, mejor, esa seguridad y esa libertad que Agustín señalaba como las grandes tareas del Estado.

Se deduce del editorial que algunos hemos podido llorar al ver que los gobiernos de centro-derecha en Europa no han frenado la deriva cultural del nihilismo. ¡Vaya! Yo tengo mi pañuelo seco, aunque alguna vez sí me hayan defraudado algunos (¿y a quién no?). Espero que los católicos no hayan votado a esos partidos para que hicieran el trabajo que les correspondía a ellos y sus comunidades (educar, testimoniar, construir, comunicar sentido y esperanza) sino para que lo permitieran, y en su caso lo favorecieran. Eso sí, la historia nos ha enseñado en estos años hasta qué punto es profundo el daño experimentado por la cultura europea. Es verdad que se han derrumbado muchas evidencias de nuestra tradición cultural, y que buena parte de la propuesta cristiana resulta hoy, a priori, incomprensible para amplios sectores de nuestra sociedad. De ahí que la tarea más decisiva y urgente es la nueva evangelización.

Pero eso no significa que nos tengamos que echar al monte, que dé igual ocho que ochenta, que valga lo mismo la nefasta ley Aído que el proyecto de Gallardón, la “sana laicité” de Sarkozy que los proyectos de ingeniería social de Hollande, la comprensión de la tradición occidental de Merkel que la de la coalición roji-verde en Alemania. Y para ser realistas, los católicos habremos de apostar en cada recodo del camino por aquello que más convenga, sea Alarico o Recaredo. Por otro lado está muy bien considerar “la humanísima pulsión” que hay detrás del movimiento de los nuevos derechos… Pero habría que levantar acta también de la terrible destrucción de lo humano que ese movimiento cultural está provocando, y habría que denunciar que dicho movimiento está impulsado mucho más por lobbys de poder que van contra todo lo que propone la fe cristiana que por el corazón confuso y buscador de nuestros contemporáneos.

Sí, las leyes de este mundo seguirán siendo leyes de este mundo, y no espero de ellas ni la salvación ni la revelación del sentido de la vida, pero sostengo que es mejor una ley buena (o aproximadamente buena, o menos mala) que una ley nefasta, y que batallas como la defensa de la vida, la promoción de la familia, la libertad de educación y la defensa de la objeción de conciencia, hemos de seguir dándolas con realismo y sentido de la prudencia, valiéndonos de las alianzas que en cada momento resulten más eficaces. Poner diques al destrozo es importante, mientras se construye “otra cosa” y se siembra para el futuro. Y creo que mis buenos amigos Agustín y Joseph estarían muy de acuerdo conmigo en este punto.

Es verdad que esas opciones políticas (contra las que el editorial dedica tanto tiempo y energías para mi gusto) no han frenado la deriva cultural de fondo: es que no la podían frenar, dada su propia condición. Pero lejos de haber sido un error apoyarlas (el editorial no nos dice qué opciones habrían sido mejores) sí la han retardado a veces, cuestionado en ocasiones, y en todo caso han ofrecido más y mejores posibilidades para que nuestra gente y otros construyeran, educaran y cimentaran el cambio.

Una cosa es que los católicos no pongamos jamás la esperanza en ningún Imperio (ni siquiera en el que pudo llamarse un día “cristiano”) y otra decir que nos desentendemos de la ciudad común y de sus leyes. Jamás han hecho eso los cristianos y jamás han pedido eso los Papas. La libertad está siempre vinculada a la búsqueda infatigable de la verdad, porque si no, se convierte en un globo vacío. Votar con el criterio de la libertad no es contradictorio con buscar las fórmulas que de modo más aproximado nos ofrezcan un espacio más adecuado para defender todas las dimensiones de lo humano en cada momento de la historia. Y eso no significa ser cautivo de nadie (me considero absolutamente libre de cualquier partido y de sus estrategias) ni considerar enemigo a nadie (considero que puedo encontrarme y reconocerme con cualquiera, sea cual sea su militancia política). Significa aplicar la inteligencia histórica que, también en lo que se refiere a la política, nace de la fe vivida en la Iglesia.

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